Tristísimo
y muy duro es enterrar a un amigo y más si la causa de la muerte era
perfectamente evitable. Si además eres tú quien debe dar luz a quien no puede
verla y aire a quien está asfixiándose de dolor, de rabia y de impotencia, es
el más difícil todavía.
Estoy
pensando esta tarde también en ti, amigo Juan. Y le pido a Dios que te dé
fortaleza para poder hablar de la vida en medio de la muerte y de esperanza en
medio del horror del sinsentido absoluto.
Ebria
y drogada. De fiesta venía, dicen. De esa miseria cotidiana a la que hemos
venido a llamar fiesta, pero que no es más que eso, pura miseria de vidas
vacías que ahogan en alcohol y drogas lo vacuo de su existencia. Fiesta le
llaman, estúpidamente.
Estúpidamente.
A mí eso no me pasa, yo controlo, yo sé beber… ¡Cuantos imbéciles hay con este
convencimiento! ¡Imbéciles! Ella volvía de la noche a su noche. Ellos iban
hacia la luz del día. ¡Qué injusto! ¡Qué terriblemente injusto que así haya
sucedido!
Y
ante esta injusticia nos rebelamos pidiendo justicia, una justicia que sabemos
que no se nos dará aunque caiga todo el peso de la ley sobre quien ha plantado
la muerte en medio de la vida.
Desde
el dolor compartido, Juan, nos dirás que las vidas de Eduardo y Luis
Alberto tuvieron pleno sentido; nos recordarás que tras el viernes está el
domingo; nos darás, de parte del Padre, ese calor, esa paz que ahora queda tan lejos.
Fíjate
que esta terrible historia me ha afectado más de lo que
imaginaba. Y no sólo porque Eduardo era amigo tuyo de toda la vida, sino porque
tan solo pensar en el dolor de las familias, de los amigos, de tu pueblo, en tu
propio dolor, amigo Juan, me entristezco, me enrabio y me hago la pregunta, la
pregunta cuya respuesta tantos van a buscar en ti, ¿por qué?
Que
en estas horas duras sientas muy cerca de ti la presencia del Padre y que Él te ayude a que nos la
hagas sentir a todos.
Un abrazo.
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