Estaba
el lunes pasado en el monte, por la mañana. Había trazado una bonita ruta al
pico Tejo, desde Siete Aguas, nombre este, tejo, que recuerda lo que antaño
fueron aquellos parajes, antes de los grandes incendios.
Recibí
dos llamadas, una desde Ribarroja y otra desde Galicia, casi seguidas,
diciéndome que se había ido la luz, y que algo pasaba. Mosqueado seguí andando
rumbo al pico, pero como la preocupación iba en aumento llamé yo para recabar
más información, y las noticias me helaron la sangre. Mientras me decían que el apagón
no solo afectaba a la península Ibérica sino a Italia, Alemania e Inglaterra; la comunicación se cortó con un sonido que se me antojó siniestro.
No ya
preocupado, sino asustado, y mucho, regresé al coche del que aún me separaba
una hora y media. Sin nadie con quien compartir ese rato que se me hizo eterno,
el miedo y la angustia fueron creciendo en mi interior. Lo pasé mal.
¿Cómo
no pensarlo? Podía ser el primer acto de la maldita III Guerra Mundial de la
que todo el mundo habla ya como de algo inevitable, de un modo tan natural como
el beber cuando tengo sed.
Las
noticias que escuché en la radio del coche me tranquilizaron. Parecía algo
técnico, y el alcance no excedía a la península. Y como estaba solo en casa, y
sin luz, decidí seguir en el monte hasta el atardecer.
Entonces
pensé, andando por la zona 0 de la precipitación de la DANA, cuya huella es
allí muy visible, en el absurdo radical del mundo en el que vivimos. En nuestra
incoherencia, en nuestra indefensión respecto a nosotros mismos, en lo que podría ser y no es… En que los
millones que gastamos en armarnos hasta los dientes, y cada vez más, podíamos gastarlos en
defendernos de los desastres naturales, en educación, en sanidad, en medio ambiente, en cultura,
en hacer de este mundo un lugar donde todo ser humano pueda ser feliz, que esa
y no otra es la voluntad de Dios.
Y
pensé en el papa Francisco, y en su lucha tenaz contra la guerra, contra todas
las guerras. En sus escritos, en sus acciones, en sus viajes, una constante han
sido sus palabras para la paz, su grito angustioso contra la guerra.
Dice
en su autobiografía, “soy lo bastante viejo para haber visto con mis propios
ojos que la guerra siempre es un callejón sin salida”. Y dice también, “La
guerra no es solo el teatro de las mentiras: puesto que la mentira siempre la
precede y la acompaña, y puesto que la verdad es su principal víctima, la
guerra es en sí misma una mentira”.
Su
preocupación por la paz ha marcado sus doce años de pontificado, y mucho le han
hecho sufrir los golpes a la paz que ha tenido que soportar. Cuenta que en un
tercio de las naciones del mundo hay guerra, bien abierta, bien oculta, y más o
menos mediática, pero guerra con todas sus consecuencias. Y eso es una
blasfemia y un sacrilegio. Es el mal, sin paliativos, el mal. La antítesis de
Dios.
Pero
en medio de esta realidad no renuncia a la esperanza. Nos insta a sembrar paz
desde nuestro entorno más próximo hasta donde nuestra presencia en el mundo nos
deje llegar. Sembrar paz. La simiente es la justicia y el perdón.
Y entonces me di cuenta de que, de alguna manera, en esa hora y media, caminando solo, asustado, hacia el
coche que tenía en Siete Aguas, fue la primera vez que le recé al papa
Francisco.

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