jueves, 5 de junio de 2025

El niño pobre, de Juan Ramón Jiménez.


 

Este poema de Juan Ramón Jiménez, largo pero fácil de leer, vuelve una vez más sobre el tema de la infancia, y de un modo especial sobre la infancia desfavorecida. El mismo título, El niño pobre, lo dice todo.

Os aconsejo que lo leáis sin más comentario, y después del mío, volvedlo a leer. Es muy bonito y muy triste.

Le han puesto al niño un vestido

absurdo, loco, ridículo;

le está largo y corto; gritos

 de colores le han prendido

 por todas partes. Y el niño

 se mira, se toca, erguido.

 Todo le hace reír al mico,

 las manos en los bolsillos...

 La hermana le dice –pico

 de gorrión, rizos lindos

 los ojos, manos y rizos

 en el roto espejo–: «¡Hijo,

 pareces un niño rico…!».

 

 Vibra el sol. Ronca, dormido,

 el pueblo en paz. Solo el niño

 viene y va con su vestido...

 viene y va con su vestido...

 En la feria, están caídos

 los gallardetes. Pititos

 en zaguanes... Cuando el niño

 entra en casa, en un suspiro

 le chilla la madre: «¡Hijo

–y él la mira calladito,

 meciendo, hambriento y sumiso,

 los pies en la silla–, hijo,

pareces un niño rico...!».

 

 Campanas. Las cinco. Lírico

 sol. Colgaduras y cirios.

           Viento fragante del río.

La procesión. ¡Oh, qué idílico

 rumor de platas y vidrios!

 ¡Relicarios con el brillo

 de ocaso en su seno místico!

 ...El niño, entre el vocerío,

 se toca, se mira... «¡Hijo,

le dice el padre bebido

–una lágrima en el limo

 del ojuelo, flor de vicio–,

 pareces un niño rico...!».

 

 La tarde cae. Malvas de oro

endulzan la torre. Pitos

despiertos. Los farolillos,

aún los cohetes con sol vivo,

 se mecen medio encendidos.

Por la plaza, de las manos,

bien lavados, trajes limpios,

vienen ya los niños ricos.

El niño se les arrima,

y, radiante y decidido,

 les dice en la cara: «¡Ea,

yo parezco un niño rico!»

 

Nos habla de un niño pobre al que han vestido, para las fiestas del pueblo, con lo que tienen en casa. El resultado es loco, ridículo. Diríamos que es un fantoche, un esperpento. Pero el niño está contento con su vestido de fiesta, de niño rico.

En la primera estrofa nos cuenta cómo lo visten, y frente al espejo roto, su hermana le dice, hijo, pareces un niño rico. Él está feliz. Se ríe, se yergue, se toca.

En la segunda se adivina que el niño ha salido a la calle con su vestido. A estrenarlo. A exhibirlo. Es mediodía, no hay nadie. Y cuando vuelve a casa, hambriento, ¡quién sabe qué comerá!, es su madre la que le dice, le grita, hijo, pareces un niño rico.

En la tercera, cae la tarde, la procesión, ya las calles se llenan de gente, y es entonces cuando el padre, bebido, se lo encuentra en el bullicio de la fiesta, y le dice también, hijo, pareces un niño rico.

En la cuarta, tras la procesión queda el ambiente de día grande, cohetes, farolillos, gente bien vestida y se encuentra entonces con los niños ricos. Y el niño pobre, radiante, decidido, diríamos feliz, se les arrima y les dice, «¡Ea, yo parezco un niño rico!»

No hace falta una quinta estrofa, ¿verdad? Queda en el aire, escrita en el aire, tan cierta y tan triste como si estuviera escrita en papel. Grandeza de la literatura que habla a menudo más allá de las palabras.

Es este magnífico poema una auténtica obra de arte. Nos pinta con palabras un cuadro perfecto. Observad en las tres primeras estrofas una palabra clave en cada una. Roto, el espejo. Hambriento, el niño. Bebido, el padre. No son palabras puestas al azar. Cada palabra es como una certera pincelada.

Como en la última. No dice soy, dice parezco. Él lo sabe, la realidad se impone dura, cruel, más allá de la ilusión. Pero en ese momento, el niño vive la ilusión. A fin de cuentas es un niño, y solo ellos son capaces de, aun conociendo y sufriendo la realidad, elevarse sobre ella a ese mundo ideal vedado a los adultos.

Para muchos, demasiados, es su única forma de sobrevivir.

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