Leyendo
en una novela los terribles acontecimientos de la noche de los cristales rotos,
en Viena, el año 1938, no he podido menos que pensar cuan cerca estamos otra
vez de atrocidades como aquella.
No
hemos aprendido nada, y repetimos la historia de un modo insensato y suicida,
creyendo que estamos avanzando, progresando que dicen, cuando en realidad, como
si fuera una maldición, volvemos una y otra vez a la casilla de salida,
como si de un juego siniestro se tratara, un juego sin fin, donde el horror y
la muerte son pasos obligados cada cierto tiempo.
La
semilla del mal está echada, y la cuidan con esmero, para que su crecimiento
beneficie a unos pocos, a los que la cuidan. Los demás, la inmensa mayoría, o
les siguen creyéndose libres, adhiriéndose a su discurso, o nos resistimos como
podemos, si es que podemos.
Hitler
convenció al pueblo alemán de que la causa de sus males eran los judíos, y que
ellos eran superiores. Y millones de alemanes le creyeron. El mundo se divide
en buenos y malos, nosotros somos los buenos y a los malos hay que
exterminarlos. Es así de simple.
La
fórmula siempre funciona. Simplificar la realidad, crear un nosotros y un ellos
antagónicos e irreconciliables y fabricar unos pocos slogans y consignas para
arengar a las masas. Y eso sí, unos medios de comunicación vendidos al poder.
Cuando
se nos olvida que lo importante es el hombre, su dignidad, su libertad, su
vida, entramos en el lado oscuro. Judíos, cristianos, musulmanes, rusos,
americanos, chinos, de derechas o de izquierdas, gays o heteros, independentistas o no
independentistas… Todos son antes que nada personas, con derecho a una vida en
paz y libertad estén donde estén.
Sueño
a veces en la utopía de que la gente, la inmensa mayoría, diera un corte de
mangas planetario a los poderosos que en nombre de banderas, resquemores
históricos, supuestas superioridades, ocultando con ello objetivos
inconfesables, juegan con la vida de millones de personas como si peones de
ajedrez fueran, fuéramos.
Por todo esto, quiero recibir al otoño añadiendo a esta entrada dos fragmentos del discurso
final de Charles Chaplin en el Gran Dictador. ¡Qué terriblemente actual resuena
en nuestros días!
Pero...
yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio, sino ayudar a todos si fuera
posible. Blancos o negros. Judíos o gentiles. Tenemos que ayudarnos los unos a
los otros; los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no
hacernos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo
hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos los
seres. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido.
La codicia ha envenenado las armas, ha levantado barreras de odio, nos ha
empujado hacia las miserias y las matanzas.
Luchemos
por un mundo nuevo, digno y noble que garantice a los hombres un trabajo, a la
juventud un futuro y a la vejez seguridad. Pero bajo la promesa de esas cosas,
las fieras subieron al poder. Pero mintieron; nunca han cumplido sus promesas
ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres sólo ellos, pero esclavizan
al pueblo. Luchemos ahora para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para
liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición,
el odio y la intolerancia.
¡¡¡Feliz
otoño!!!

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