Bajaba hoy una montaña, no muy alta, a la que por lo visto habían subido un nutrido grupo de niños de primaria con sus profesores. El natural griterío espantaba a todo bicho viviente en muchos metros a la redonda. Hasta ahí, todo normal.
En el
collado, ya abajo, esperando entre sol y sombra, vi al grupo. Descendiendo
alcancé a los rezagados, aún lejos de los demás, acompañados por un profesor de
mediana edad, o quizá joven pero envejecido por la situación.
Trata de que dos chavalillos, entrados en carnes, anduvieran un poco más rápido, pues
el grupo esperaba abajo. No le hacían puñetero caso. "Venga, deja ese palito, que
detrás viene gente (era yo), no tires piedras, pero va hombre, por qué te
paras…"
De
repente, tras una curva, en vez de seguir bajando, suben, cual si huyeran despavoridas de algún monstruo ancestral, seis o siete niñas gritándose entre
ellas desaforadamente. "No te lo perdono, esto sí que no lo aguanto, mira lo que
me ha dicho, yo no he dicho eso, mentirosa, mentirosa tú…"
El
viento, fresco y seco, sopla con fuerza. Desagradable, cargante, inclemente.
Hola,
buenos días, le digo al pasar junto a él. Me responde con las mismas palabras
pero quizá pensando que serán buenos para mí, no para él. Y estoy a punto de
decirle, "yo he sido profe 38 años, ¡ánimo! Se sobrevive". Pero a veces soy de
reacciones lentas.
Me ha dado pena el buen hombre, porque sé que lo tiene mucho, muchísimo más difícil que lo
tuve yo. Y pese a eso, pese a tenerlo mucho más fácil, cuando se juntaban los
tres elementos, excursión con alumnos, aire libre y viento, me cogían unos
intensos dolores de cabeza que no tuve antes ni he tenido después. Estaba
“cantao”. Me llevaba en esos casos las pastillas detrás porque sabía que sí o
sí, en algún momento aparecerían. No sé si a este profe le dolía la cabeza,
pero la cara era de que sí. O de que estaba hasta los mismísimos…
Le
deseé en mi fuero interno que acabaran bien la excursión y que disfrutara a
tope de las ya próximas vacaciones, aunque solo sea por ese rato, bien
merecidas.

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