Quien
siga más o menos el blog le puede haber sorprendido mi silencio ante la muerte
del papa Francisco. Tiene una explicación.
Me lo
dijo Isabel el lunes, mientras repostaba antes de partir hacia el Pirineo a
pasar unos días. La cobertura del apartamento donde estábamos era muy mala,
prácticamente inexistente. Aun así, el mismo lunes por la noche pude publicar
una entrada que además, no sé por qué, se anexionó en Facebook al parte
meteorológico de la semana.
Cosas
de la tecnología por un lado y de mi escaso control de ella por otro. Por eso,
hoy, día de su funeral y entierro, voy a volverla a publicar de modo que se
pueda acceder a ella desde Facebook.
Ni qué
decir tiene que no va a ser la última entrada dedicada al papa Francisco. He
pensado escribir siete sucesivas, contando esta, y aun así se me quedará mucho en el tintero.
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No
puedo menos que con emoción y un profundo e infinito agradecimiento repetir las
palabras del papa Francisco que compartí ayer por la noche, horas antes de que
partiera a la Casa del Padre. Para mí, ya es un santo.
Pero
la esperanza es mucho más que eso: es la certeza de que hemos nacido para no
morir nunca más, de que hemos nacido para las cumbres, para disfrutar de la
felicidad. Es la conciencia de que Dios nos ama desde siempre y para siempre,
que nunca nos deja solos: “¿Quién nos separará del amor de Cristo?,¿la
tribulación?,¿la angustia?,¿la persecución?,¿el hambre?,¿la desnudez?,¿el
peligro?,¿la espada? (…) Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel
que nos ha amado”, dice el apóstol Pablo (Rom 8,35-37).

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