Hablé
de escribir con ocasión de la muerte del papa Francisco siete entradas
dedicadas a él, de momento, porque seguirá estando muy presente en mi vida y en
el blog. Esta es la séptima y la he titulado bandera discutida. Ya podréis
imaginar por dónde van los tiros.
Mira:
este está puesto para que todos en Israel caigan o se levanten; será una
bandera discutida, mientras que a ti una espada te traspasará el corazón; así
quedará patente lo que todos piensan. Lc.2,34-35.
Estas
palabras las dice Simeón cuando se encuentra con María y José, con el niño en
brazos, en el templo.
No penséis
que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada.
Porque he venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a
la nuera con su suegra; así que los enemigos de cada cual serán los de su
propia familia. Mt.10,34-36.
Y
estas las dice el mismo Jesús a los apóstoles, como parte de las instrucciones y
advertencias antes de enviarles a su misión por el mundo.
Pienso
que el papa Francisco rezaría muchas veces con estos textos porque sería
plenamente consciente de que era eso lo que con él estaba sucediendo de un modo
muy claro, rotundo y sobre todo doloroso. Doloroso porque la palabra cisma
sonaba cada vez con más fuerza en una Iglesia y un mundo que se dividía en
detractores y seguidores del Papa.
Lo que
sucede es que también tenía muy claro que en un mundo donde el mal se hace
fuerte día tras día, donde millones de personas sufren lo indecible a causa de
ese mal que en forma de fanatismos, injusticias, desigualdades, explotación,
violencia, se extiende como una mancha de aceite, la Iglesia no puede
encerrarse en las sacristías, en grupos cerrados y excluyentes, rodearse de
inciensos, puntillas y abalorios, y aferrarse a unos ritos a menudo vacíos
enrocándose en doctrinas inamovibles, fruto de afirmaciones supuestamente
infalibles.
Lo
sagrado es el hombre, desde que Dios se hizo hombre en Jesús. La encarnación
nos hace hijos de Dios hasta el punto de que algún día nos dirá “Venid,
benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros
desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve
sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y
me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a
verme". Entonces los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te
vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos
enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte? En verdad os digo que cuanto
hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis". Mt.25,31-40.
Y
claro está. Llevar el Evangelio al mundo, actuar de acuerdo a cómo lo hizo
Jesús, entonces y ahora te lleva a la cruz. Y cargó con su cruz, la cruz de
sentir el dolor de la humanidad, saber el remedio, ofrecerlo cada día, y no
solo ver cómo es rechazado, con más vehemencia por muchos de su propia familia,
la Iglesia, sino sentir cómo se revuelven contra ti tildándote de hereje y de otras
lindezas que prefiero no escribir.
Hereje.
Una de las más graves acusaciones que recibió, basándose en que un pontífice
debe ceñirse al magisterio de la Iglesia, y que él no lo hizo. Como si dicho
magisterio fuera algo inamovible y cerrado.
Leíamos
en Pentecostés “Pero cuando venga el
Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad.” Jn.16,13. Y el Espíritu de
la verdad, el Espíritu Santo sigue guiándonos en busca de esa verdad que no es
ni más ni menos que Dios mismo. Sigue guiándonos. ¿Quién se atreve a decir que
ya estamos en ella? ¿Qué ya conocemos la insondable presencia de Dios?
Muy
consciente de ello dijo muchas veces que había abierto procesos, procesos que
han de continuar a la luz del Espíritu Santo. En su autobiografía lo repite,
“yo solo soy un paso”.
No
quiero acabar esta entrada, quizá ya muy larga, sin destacar uno de sus muchos
signos profundamente evangélicos. Era el Jueves Santo, le quedaban tres días, y
creo que ya, de algún modo, lo sabía. En la basílica del Vaticano se celebraba
la misa crismal, un acto solemne e importante en el que se consagra el Santo
Crisma y se bendicen los Santos Óleos para todo el año, y los presbíteros renuevan las promesas sacerdotales. El papa
Francisco no fue, ya estaba muy enfermo, pero sí acudió, esa tarde, a primera
hora, a la cárcel de Roma, a visitar a los presos y rezar con ellos.
No
digo más.

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