Siempre
me ha gustado fijarme en lo pequeño, en lo discreto, en lo que pasa
desapercibido. Desde la flor que nace en una grieta del asfalto, o las gotas de
rocío en una telaraña, hasta la persona en la que casi nadie repara pero está
ahí, y nada sería igual sin ella, aunque ni se note ni se lo digan.
Ciertamente
hay muchas piedras angulares desechadas por los arquitectos. Lo que ocurre es
que la sorpresa de reparar en ellas suele regalar más alegría a quien cae en la
cuenta de su presencia entre nosotros que a ellas mismas. Porque les enriquece
la vida y les amplia horizontes. Es el merecido premio de quien más allá de sí
mismo, ha sido capaz de encontrar en lo otro y en los otros esas pinceladas de
dignidad, belleza y grandeza que dan color al mundo y lo salvan del egoísmo
ciego que lo envuelve, la vanidad que lo envenena y la insensibilidad que lo
esteriliza.
Un
poema de Jorge Luis Borges, Los Justos, ilustra este pensamiento que comparto esta tarde
caldeada de junio.
Un hombre que cultiva un
jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la
tierra haya música.
El que descubre con placer una
etimología.
Dos empleados que en un café
del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un
color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien
esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen
los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal
dormido.
El que justifica o quiere
justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la
tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros
tengan razón.
Esas personas, que se ignoran,
están salvando el mundo.
Observad.
El que trata su vida, y a todos y todo lo que la envuelve y la sustenta, con el mimo del que cuida un jardín con respeto, perseverancia, delicadeza y paciencia, sin excesos ni estridencias.
El que se sabe en deuda con la música, como ese lenguaje universal que no conoce
fronteras y que trasciende las palabras.
El que
goza de la maravillosa complejidad del lenguaje, que da carne al pensamiento en
una estructura asombrosa y bellísima.
El que
cuida la amistad como un encuentro en el tiempo y el espacio entre dos personas y que no
necesita ni de palabras para ser. Juegan en silencio.
Quien
busca la belleza desde lo hondo de sí mismo, la sueña, la acaricia, la crea y
la entrega como un regalo al mundo.
Quien
trabaja bien, más allá incluso de que su trabajo le guste, o incluso que le vea
pleno sentido, pero es su trabajo.
Quien en pareja comparte un canto, arte, música, literatura, vida y gozan juntos de ello sin alardes ni ostentaciones.
Quien
acaricia a un ser vivo que se le ofrece confiado, que se pone en sus manos con
la absoluta certeza de no temer ningún mal.
El que se niega a responder con la misma moneda cuando esta le ha hecho daño, y lo hace con la paz del que perdona porque se siente perdonado.
Quien
encuentra en la literatura una forma vivir y ver el mundo por el que estar
infinitamente agradecido. Borges admiraba profundamente a Stevenson.
Quien vive
desde la humildad de no creerse dueño y señor de ninguna verdad, porque a la
verdad llegamos entre todos, o no llegamos.
Sí, toda esa gente pequeña, discreta, callada, y hay
mucha, están cada día, sin saberlo ni ellos mismos, salvando el mundo.

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