Cuando
ando por el monte me gusta contemplar los grandes horizontes, las paredes de
roca, los pinares, aún vivos y verdes, a veces el mar, allá abajo, pero también
me gusta detenerme en lo pequeño. Las copas de la flor del madroño o las flores
del brezo iluminadas por el sol bajo de la tarde, los pequeños jardines en las
rocas o la madriguera inquietante de un insecto.
Es la
vida en todas sus formas y dimensiones. El resultado prodigioso de millones de
años de evolución, la inabarcable obra del Creador cuyo alfa y omega se escapa
a nuestra razón.
Para
mí, contemplar todo esto y gozar de ello, no solo es un saludable ejercicio
físico, sino una liberadora experiencia espiritual y una forma de oración.
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