Andaba
un día de estos por un antiguo y bonito sendero, prohibido explícitamente para
cualquier tipo de vehículo, con o sin motor, con un cartel al inicio, cuando casi
tras dos horas de marcha vi que parecía acabarse en unos bien cuidados viñedos.
Había allí,
trabajando, una persona de cierta edad con su sombrero de paja y esa vestimenta
característica de nuestros hombres de campo. Se movía entre las vides cual si
fuera un pastor en su rebaño. Quitaba algo de una, movía algo en otra, miraba
detenidamente alguna…
Como
iba a pasar cerca le saludé y le pregunté si el sendero atravesaba su campo.
Creo que es lo menos que se puede hacer. Me contestó, muy amable, que sí, que
siguiera y llegaría a un camino que era la continuación del que llevaba. Y
añadió:
-¡Huy!
mi campo, mi campo. Por aquí pasan todos, motos, metiendo ruido, y bicis a montón;
andando, muy pocos. Yo no sé, se meten por esa senda que no van ni las cabras.
Si se abren la cabeza por esas peñas, a ver quién va a recogerlos.
No
percibí acritud en sus palabras, sino una especie de fatalismo, una aceptación
de los hechos por sentirse ya fuera de lugar, por no entender lo que pasa ahora
y no poder hacer nada por evitarlo. Me sentí inmediatamente identificado con
él.
Cambió
de tercio diciéndome que si ya me había cansado de andar el volvía a comer al
pueblo en un momento, ya que si tardaba, su hija se preocuparía; que podía
bajarme con él.
Decliné
la amable invitación, pues quería acabar la ruta que había iniciado y pasarme
todo el día en el monte, pero me hubiera encantado aceptarla y poder estar
charlando un buen rato con aquel hombre cuyo mundo ya no es este, y que se
refugia del paso del tiempo en su viña, como yo me refugio en su tierra.
Y como
siempre que tengo estos encuentros con gentes del campo pensé en la gran
diferencia entre lo que era y lo que es. Pensé en cuando el campo y el monte
eran, junto al pueblo, el hogar de quienes allí habitaban; en ellos vivían y de
ellos vivían. El abandono causado por el éxodo rural desarraigó a muchos, y
dejó su tierra, sin la mano que la cuidaba y la conocía, abandonada a su suerte.
Y ahora, desde no hace demasiado tiempo, convertida en un descomunal
polideportivo al que una marea de urbanitas, con intereses ajenos a ella, acuden
a desfogarse sin el respeto de quien conoce.
Y
demasiadas veces con el beneplácito de los ayuntamientos de esos pueblos que
queman así los últimos cartuchos que les quedan en un postrer intento para
recordarnos que aún están ahí, que siguen vivos.
Un
rato después pasó por la pista por la que andaba un coche; paró a mi lado. Era
el hombre de la viña.
-¿Todo
bien?
-Sí
señor, muy bien.
-Pues que tenga buen día. Me voy a comer, que mi hija
me estará esperando.
-Vaya
con Dios, buen hombre. Y gracias.