Hablando
un día de estos con un amigo de lo difícil que son en muchas ocasiones las
relaciones sociales salió el tema de la envidia. Me dio ideas la conversación
para escribir esta entradita sobre la envidia, que no sobre la endivia, aunque
suena muy parecido. Y empezaré por lo que de tal pecado capital dice la RAE.
1. f. Tristeza o pesar del
bien ajeno.
Sin.: celo1, pelusa, dentera.
2. f. Emulación, deseo de algo
que no se posee.
Se
podrá observar que las dos acepciones tienen significados bien diferentes,
sobre todo desde una perspectiva moral. La segunda nos habla del “deseo de algo
que no se posee”, lo que no significa que el hecho de no poseerlo nos tenga que
causar tristeza o pesar. Esto sería lo que llamamos envidia sana, y es natural
e inevitable.
La
primera acepción es bien diferente. Digamos que es un paso más, o mejor dicho,
el paso al lado oscuro. De esta voy a hablar.
Ese algo
que deseo lo posee alguien y no yo. Y eso me causa tristeza o pesar. Y para
exorcizar esa tristeza y ese pesar puedo hacer tres cosas, hacerlo también mío
por cualquier medio moral y legalmente aceptable, si ello es posible. Arrebatárselo
al otro si no hay posibilidad de hacerlo mío sin tener que quitárselo, o
eliminar a aquel a quien le tengo envidia, que no significa necesariamente
pegarle un tiro o prácticas semejantes, entre otros motivos porque son
ilegales. Hay muchas formas de “eliminar” a alguien.
Es fea
la envidia, muy fea, por eso rara vez aparece de un modo claro y evidente.
Digamos que no actúa a cara descubierta casi nunca, porque quien la sufre es,
de algún modo, consciente de la profunda miseria de ese sentimiento, le
avergüenza tenerlo, porque en realidad envidiar a alguien hace que te sientas
inferior a la persona envidiada, por eso nunca lo reconocerá, y se defenderá de
esa miseria y esa vergüenza vistiendo su conducta de mil ropajes aparentemente
dignos, de múltiples justificaciones a menudo lógicas e incluso loables.
Siempre
es difícil mirarnos a nosotros mismos, entrar en lo hondo de nuestro corazón y
tener el coraje de ver y aceptar lo que de negro albergamos en él. Hace falta
para ello parar, detenerse, un rato de soledad, silencio. La acción y la
multitud impiden ese duro, pero sano, ejercicio de introspección.
Es lo que tradicionalmente se ha llamado examen de conciencia.
No
olvidemos que el “primer homicidio”, el de Abel a manos de Caín, la tiene como
causa. Caín no aguanta la amistad de Abel con Dios. No es casualidad. La Biblia
no da puntada sin hilo.
Sí es
fea, y está oculta detrás de tantos comportamientos, actitudes, decisiones que
vemos en la vida familiar, social y laboral, haciendo daño, hiriendo,
enturbiando, generando sufrimiento, que haríamos todos muy bien haciendo un
examen de conciencia para detectar qué partes de mi vida están infectadas por
tan mal bicho.
Todos
saldríamos ganando.
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