Fue un día de estos. Hice una excursión por la Muela de Cortes de Pallás que me pareció extraordinaria, y no solo por el paisaje, sino por la experiencia de relación con la naturaleza, siempre sorprendente.
Había trazado la ruta sobre el mapa y me la había subido al GPS. Era totalmente nueva para mí. El entorno sí lo conocía. Iba solo. Almorcé bien, pues no iba a pasar por ningún lugar habitado en todo el día.
La ruta empieza en el pueblo, y pronto es muy espectacular el sendero que discurre por la cara norte de la Muela, sobre el río del Júcar, que queda hondo, con un bonito color verde. El río, ya embalse, los soberbios paredones, el pinar, el catillo de Chirel, el cielo azul…
Era un encanto caminar por el sendero que me llevó a Sácaras, preciosa extensión de bosque y cultivos entre montañas. Pero desde allí, subir a la Muela parece imposible. Todo son altas paredes aparentemente inexpugnables. Sin embargo en el mapa indicaba un camino. Me costó un poco pero lo encontré. Un bien trazado senderito, trepa, a ratos aéreo, por entre los farallones, regalando impresionantes panoramas.
Siempre envuelto por pinares y paredes llegué a lo alto de la Muela de Cortes. Extenso y elevado páramo, antaño cubierto de bosque, y hoy en gran parte de matorral a causa de los incendios. El lugar es desolado, pero tiene una extraña belleza. Ya eran las cuatro de la tarde, el camino era precario y no tenía nada claro si el descenso al pueblo por otro profundo barranco, que ya adivinaba delante de mí, era factible, aunque en el mapa así lo indicaba.
Comí algo y calculé que si no había bajada, desandar lo andado me costaría muchas horas. Ese puntito de inquietud, y más si vas solo, me gusta.
Cuando el camino se trasformó en un sendero mínimo, me encontré ante un profundo e impresionante barranco al que parecía imposible bajar. Y empecé el descenso, con cuidado. Ya eran casi las cinco. Seguí bajando, deseando que nada lo cortara o lo hiciera excesivamente expuesto y peligroso. Una barrera rocosa impresionante parecía interrumpirlo, pero no, en cortas lazadas la salvaba. Al fin vi que sí podía bajar hasta el fondo sin problemas. El espectáculo, mirando arriba, es soberbio desde allí. Parece imposible haber bajado por aquellas paredes.
Más sorpresas. El sendero, con las últimas lluvias es un arroyo por el que tuve que ir a saltos, de piedra en piedra y mojándome a veces. Al fin se alejó del agua y llegué a una pista que acaba junto a un caudaloso manantial de un agua limpia y fresquísima. Y este manantial, se une a otros menores formando un arroyo que baja por el fondo del barranco en impresionantes cascadas.
Siempre con el sonido poderoso del agua, amplificado por las paredes, fui descendiendo hacia el pueblo. El entorno es magnífico, la tarde era tibia y azul.
Algo más de 25 kilómetros y casi 900 metros de desnivel acumulado son los datos de la excursión. Pero eso es lo de menos. Al menos para mí.
La soledad absoluta, no vi a nadie en todo el día. La belleza extraordinaria del paisaje, el cielo azul, limpio y tranquilo, el aire tibio, el regalo inesperado del agua…
Y el ir solo, que te obliga a establecer una relación con la naturaleza muy especial. Que hace que te sientas libre y responsable de tus decisiones. Absolutamente libre y absolutamente responsable. Que te obliga a controlar tus preocupaciones, tus incertidumbres, para que no se conviertan en miedo. Es una experiencia única.
¿Que prefiero ir acompañado? Claro, pero con pocos y amigos. Pasó para mí el tiempo de los grandes grupos, salvo alguna excepción. Sin embargo, una experiencia como estas, de vez en cuando, es muy sana. Tiene sus riesgos, pero es muy sana. El ir acompañado es otra experiencia totalmente diferente. También muy hermosa, pero diferente. De esa puedo hablar otro día.