Uno de septiembre. Empieza un nuevo curso. Y hay
cambios, cambios, a mi juicio, positivos. Y hay esperanzas, al menos de
momento hay esperanzas.
En primer lugar, muy bien por atrasar el inicio del
curso, dejándolo como estaba antes de la “ocurrencia” del curso pasado. Los cambios
en el calendario escolar son algo muy serio por las consecuencias que tienen en
muchísimos ámbitos.
En segundo lugar, muy bien también por eliminar las
pruebas diagnósticas. Estoy de acuerdo con “controles de calidad en el sistema
educativo”, pero no como estas pruebas los planteaban.
Hasta aquí bien. Ahora falta que devuelvan lo antes
posible los exámenes de septiembre a todos esos alumnos que, aunque sean
minoría, los necesitan. ¿Lo harán? Espero que sí. Sería una buena cosa.
Y sería ya maravilloso que las nuevas autoridades
educativas fueran capaces de superar ese anticlericalismo trasnochado e injusto
hoy, respetando el acceso voluntario del alumnado a la asignatura de religión,
aunque sólo sea como conocimiento de un elemento cultural imprescindible para
entender nuestro mundo y nuestra historia.
Y el colmo de lo maravilloso, por acumulación de
maravillas, sería que permitieran la coexistencia en la escuela de nuestras dos
lenguas, dos lenguas hermanas tan hermosas, no cayendo en el triste error de
hacer con el castellano lo que en otros tiempos se hizo con el valenciano.
Desde luego que hay muchas más teclas que apretar
para que la educación suene bien, pero por algo se empieza, y toda piedra hace pared ¿no? Además, pedir
es gratis, y soñar más.
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