Ayer por la tarde
me pareció escuchar unos leves ruidillos en la estufa, me acerqué, la abrí,
miré dentro pero no vi nada. Esta mañana, un gorrioncillo, pegado al cristal,
mirando la luz que entraba por la ventana, tan próxima y tan lejana, esperaba
acurrucado y sucio de hollín. Había acabado su viaje a través del tubo de la
chimenea hacia…ningún sitio.
Me he
apresurado a cerrar puertas y ventanas, excepto la del patio, y cuando toda la
luz de la mañana entraba por ella a raudales, he abierto la estufa y el
gorrioncillo ha salido libre hacia el cielo muy azul todavía,
por la hora temprana.
Ha sido una
bonita forma de empezar un domingo de verano. Liberando, dando vida, aunque sea
a un humilde gorrión.
Es además tan
violento, tan brutal, el contraste entre el negro seco y ceniciento de la
estufa que conduce irremisiblemente a la muerte, y el azul limpio que le
llevará al verde, al agua y a la vida…
Me alegra
haber podido salvar a este gorrioncito, que podrá seguir viviendo como Juan
Ramón Jiménez nos dice que viven los gorriones, en el precioso capítulo 63 de
mi querido libro Platero y yo,
titulado precisamente Gorriones.
Disfrutadlo.
La mañana de
Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en algodón. Todos se han
ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.
¡Los gorriones!
Bajo las redondas nubes, que, a veces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y
salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos ! éste cae
sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo
en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del
alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.
¡Benditos
pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero,
nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin
fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasían o que
amedrentan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya, ni más
Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.
Viajan sin
dinero y sin maletas; mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo,
presienten una fronda, y sólo tienen que abrir sus alas para conseguir la
felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada
momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.
Y cuando las
gentes, ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrado las puertas,
ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su
algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún
poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno - ¿ te juntas conmigo ?-
los contemplan fraternales.
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