Casi
dos meses seguidos de montañas, a veces con buena compañía, a veces en
solitario, es para mí un lujo y un placer. Cuando vas acompañado, porque se
comparten sensaciones, emociones, pensamientos… Cuando vas solo, porque la
relación entre tú y la montaña es especialmente intensa, diferente, y el
encuentro con uno mismo es inevitable, y a menudo muy hondo.
Pero
cuando suena el despertador en la alta madrugada, o cuando la pendiente es
larga y dura, o cuando el camino es demasiado expuesto y te tensas, o cuando el
cielo azul quedó en la mañana y aún estas muy alto, te haces la pregunta, la
eterna pregunta. ¿Qué vengo a buscar aquí arriba?
Llevo
toda la vida preguntándome y respondiéndome. Sí, me busco a mí mismo, busco al
otro que me acompaña, busco la naturaleza en estado puro, y busco a Dios. Por
eso las cimas son para mí un lugar casi sagrado, porque allí se dan, de un modo
prodigioso, esos cuatro encuentros que han dado y dan sentido a mi vida.
Pero
para ello necesito las montañas en soledad y silencio. Por eso huyo de las
grandes cumbres, las de renombre, las de “prestigio”, y si las subo, intento
hacerlo muy, muy pronto, en fechas “raras”, o por rutas poco habituales. Se
puede estar solo o con tus compañeros en el Aneto o el Perdido, pero hay que querer
hacerlo y saber hacerlo.
El
martes de la semana pasada subí solo al Garmo Negro, un bonito y fácil tresmil del valle
de Tena. Cuando llegué a la cima, no había nadie. Era muy pronto. Luego, cuando
empezó a llegar “la caravana”, me fui al Algas, donde tampoco había nadie, y
después, a un solitario Argualas. Soledad y silencio. Cielo muy azul. La inmensidad de los
Pirineos envolviéndome. Sensaciones, emociones, sentimientos. Y el alma volando
de lo más alto, de lo más grande, a lo más hondo, a lo más pequeño. Y esto día tras día, sin cansarme nunca.
Así es como yo vivo la montaña. Esta es mi relación con
ella. Pero este año he vuelto con la sensación de que mi tiempo ha pasado, de
que me estoy haciendo viejo de verdad. He visto a mucha gente que andaba por
allí como si todo aquello no fuera más que un estadio, unas pistas, unas instalaciones deportivas. Ya sabéis a
qué me refiero, a quiénes me refiero.
Respeto y no juzgo, aunque no entiendo, esta forma
“moderna” de ir a las montañas. No es la mía, desde luego. Para mí, la montaña
es un santuario, y mientras pueda, seguiré entrando en ella como un fiel entra
respetuosamente en el templo de su Dios.
Sé que no es la mía ni mejor ni peor que las otras formas
de relacionarse con la montaña. Es la mía. Sólo me queda la sensación de que,
como he dicho, estoy más en el ayer que en el mañana. Pero no lo lamento.
Como dice el conde Russell “¿cómo podría yo lamentarme, si
he aprendido en la soledad de las montañas a temblar delante de Dios, a olvidar
a los que me han hecho daño y calmar un alma demasiado tormentosa como para
vivir entre los hombres?"
El sol naciente ilumina el Garmo Negro, la primera cima del día. |
Cerca de él, el Argualas, la que será la última de la jornada. |
Ya en la aridez de la alta montaña, la vida sigue abriéndose paso. |
Hay mucha gente a la que no le gusta esta belleza austera. A mí me encanta. |
El Algas, la segunda de día, cerca de la cima del Garmo Negro. |
Desde el Garmo Negro, los lagos de Pondiellos, los Infiernos y el Balaitús. |
Y más lejos, hacia levante, el macizo del Vignemale. |
Y ya de regreso del Argualas, el Garmo Negro mostrando la ladera por la que va la vía normal. |
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