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| A través de la grandeza y la belleza de las criaturas se conoce por analogía al autor. Sb.13,5. |
Esta
sexta entrada dedicada al papa Francisco (me planteé escribir siete, de
momento) la voy a dedicar a su preocupación por lo que llamaba la Casa Común,
la creación, la naturaleza, el medio ambiente. Llamémosle como le llamemos, en
el fondo, hablamos de lo mismo.
Lo que
ocurre es que el concepto casa común permite ilustrar de un modo sencillo y muy
directo el problema para abordarlo mejor. Si reducimos el planeta Tierra a una
gran casa con amplios jardines, rodeada de bosques, tierra fértil, un río…, y a
todos sus habitantes a una gran familia que habita esa casa, es muy fácil
dibujar lo que hemos hecho y seguimos haciendo con nuestro mundo.
En esa
gran casa hay sitio y recursos para todos los miembros de esa familia. Y si se
repartieran con justicia, todos podrán vivir bien. Pero la realidad dista mucho
de esa deseable situación.
En esa
casa, algunos miembros de la familia se han quedado con las mejores estancias.
Han dejado a otros rincones confortables, para que no se rebelen, pero solo
eso. Y a otros muchos les han dejado viviendo a la intemperie, mejor dicho
malviviendo. Además todo lo que producen los campos de la casa es consumido
directamente por los primeros, que dejan los restos y a menudo nada a los
últimos, los descartados, diría el Papa.
También
sucede que, como los privilegiados cada día quieren más y más, fuerzan las
cosechas, esquilman los ríos, talan los bosques que rodean la casa para
aprovechar la madera, remueven y rompen la tierra para sus juegos y
divertimentos, arrojan sus basuras lejos de sus habitaciones lujosas y sus
terrazas…
Podríamos
seguir con esta analogía que resulta, cuanto menos curiosa. Pero demos un paso
más. Esta casa no es propiedad de ninguno de los miembros de esta familia.
Alguien se la ha regalado con la condición de que la cuiden y todos sean en
ella felices. Todos. ¿Qué estamos haciendo con ese regalo? ¿Qué podremos
decirle al dueño cuando nos pida cuenta de lo que hemos hecho con su regalo?
Desde
esta perspectiva es muy fácil ver por qué el papa Francisco vincula tan
estrechamente el cuidado de la naturaleza con la justicia social. No son dos
cuestiones paralelas, sino las dos caras de la misma moneda. No se puede cuidar
de la casa sin cuidar de quienes la habitan, y viceversa.
Y hay
un asunto más. Explotar la casa y sus recursos, sus campos, sus bosques, su
río, en favor de unos pocos acabará haciéndola toda inhabitable. “No hay mañana
si destruimos el medio ambiente que nos sostiene”, dice en su autobiografía.
Siempre
he sido un enamorado de la naturaleza. Desde que tengo uso de razón. Recuerdo
entre las brumas de la infancia, días azules en el monte, el olor del campo
tras la tormenta, el sonido del río, de la lluvia en las hojas, el silencio de
una cumbre solitaria, el cielo nocturno cuajado de estrellas…, y la sensación
de sentirme siempre en ella protegido y libre.
Por
eso, cuando aquel arzobispo argentino fue elegido Papa y eligió el nombre de
Francisco, por san Francisco de Asís, me sentí enseguida muy cerca de él. Y el
paso de los años ha ido acercándome más y más. Su preocupación por la Casa
Común es la mía. Y es real, tangible. No es un sentimiento romántico. Me duelen
cada día y en carne propia, desde los que tiran el bote por la ventanilla del
coche, o rompen senderos y laderas con sus bicis, pasando por los temidos
incendios forestales, hasta las aberraciones de multinacionales y
políticos que esquilman la tierra en favor de unos pocos, o que preparan y
hacen la guerra como lo más natural del mundo.
Es en su
encíclica Laudato Si’, publicada en Roma, el 24 de mayo de 2015, tercer año de
su pontificado, día de Pentecostés, donde expresa su forma de ver el cómo y el
por qué hemos de cuidar la Casa Común.
Acabo
compartiendo textualmente uno de los últimos puntos de la encíclica, el 243.
Porque como también dice “que nuestras luchas y nuestra preocupación por este
planeta no nos quiten el gozo de la esperanza”. Y este punto está henchido de
esperanza.
"Al
final nos encontraremos cara a cara frente a la infinita belleza de Dios (cf. 1
Co 13,12) y podremos leer con feliz admiración el misterio del universo, que
participará con nosotros de la plenitud sin fin. Sí, estamos viajando hacia el
sábado de la eternidad, hacia la nueva Jerusalén, hacia la casa común del
cielo. Jesús nos dice: « Yo hago nuevas todas las cosas » (Ap 21,5). La vida
eterna será un asombro compartido, donde cada criatura, luminosamente
transformada, ocupará su lugar y tendrá algo para aportar a los pobres
definitivamente liberados".