Lo he
conseguido. Casi cincuenta días, desde el 5 de noviembre hasta anteayer, 21 de
diciembre, sin escribir nada sobre el problema catalán. Y no es que no nos han
dado mil ocasiones para sentarse ante el ordenador y ponerlos, cuanto menos,
verdes, desde el respeto, pero verdes, pues en su delirio siguen adelante
arrasando con todo y con todos. Y ahora con más fuerza si cabe.
A mí,
como a mucha gente, me están haciendo pensar sobre demasiadas cuestiones.
Porque independientemente de cómo acabe todo esto, la violación sistemática y
planificada de los principios éticos que deben regir una sociedad civilizada
causa necesariamente un daño, tanto en el ámbito personal como social,
incalculable.
Sí, es mucho el daño que están haciendo, pero entre otros, están también dañando en lo más hondo el tejido social de nuestro país que tanto costó reconstruir
después de una guerra y una dictadura. Y están dañando a muchas personas que, como yo, han perdido la inocencia de creer que en el siglo XXI, y con una
historia tan dolorosa como la nuestra, podíamos mirar por fin el futuro juntos
y en paz. La inocencia de suponer que ya nadie se va a atrever a ponerse por
encima de la ley. La inocencia de pensar que hablando se entiende la gente. Y
es triste que esta inocencia me la hayan arrebatado brutalmente,
machaconamente, a mis 62 años.
Dormí
mal la noche del 21. Y en esa duermevela desagradable de una mala noche no
podía evitar acordarme de la ilusión, de la alegría que sentíamos cuando éramos
jóvenes al saber que estábamos construyendo entre todos una España nueva donde nadie
se sintiera nunca más excluido.
Y
recordaba cómo salí a la calle tras el 23F. Y contra ETA, tantas veces. Me
sentía defendiendo, junto a millones de personas, la ley, la democracia, el
estado de derecho, un estado de derecho en el que yo no había nacido, pero a
cuya sombra me sentía cobijado y libre.
Y me
revolvía incómodo, sin encontrar la postura que me llevara al sueño, pensando
que de este nuevo golpe no va a ser tan fácil salir. Por dos motivos. Uno,
porque las armas que utilizan son más sofisticadas, más complejas que un fusil
o un carro de combate. Y otra, porque la mitad de la sociedad catalana ha
perdido del todo el sentido de la realidad.
Me
dormí por fin hacia las seis de la mañana. El 22, al menos pude
hacer la siesta.
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