En
estos tiempos que corren, escuchar la palabra democracia en boca de más de uno
me resulta repugnante porque es el colmo del cinismo. Claro que en esto que
acabo de decir ese uno tendrá un nombre distinto según la cápsula ideológica
donde cada cual habite.
Porque
ese es uno de los más graves problemas que tenemos ahora. Nos apuntamos a una
ideología por motivos a menudo peregrinos y falsos, y a partir de ahí todo lo
vemos a través de dicha ideología. Dejamos de ver la realidad y por supuesto
analizarla, porque en esa capsula ideológica ven y analizan por nosotros, y nos
dan las conclusiones elaboradas y debidamente condimentadas.
Y no
las creemos, ¡cómo no! Ni vemos ni conocemos otra cosa.
Son
estos los ciudadanos que pase lo que pase y como pase, votarán siempre a los
mismos, a los suyos. No hay ni observación, ni análisis objetivo de la
realidad. Y así la sociedad está estructurada en un ellos y un nosotros
permanente, enfrentados y sin posibilidad de encuentro.
Triste
deriva de la democracia que la convierte en una burda caricatura de lo que
debería ser, la debilita y además impide el progreso social por muy
progresistas que se llamen los que están en estos momentos en el lado de los
“buenos”.
La
democracia es otra cosa bien distinta que pude saborear en mi juventud. Y
recuerdo además un día muy concreto en el que fui consciente de lo que es y de lo
que supone.
Yo
nunca me he identificado con el comunismo. Considero que era natural y
necesario que surgiera, y sé que su aportación a la historia es enorme e
indiscutible. Pero como he dicho, nunca he sido comunista.
Era el
9 de abril de 1977. Estaba con unos amigos cerca de la Gran Vía Fernando el
Católico, en Valencia, y oímos una algarabía de gritos y bocinas de coches y pronto
banderas rojas al viento; por alguna parte se oía la internacional. El gobierno
de Adolfo Suárez había legalizado al partido comunista.
Recuerdo
muy bien que en aquel momento me sentí, nos sentimos, y así lo hablamos, muy
felices. Estábamos muy contentos. Aquel día, aquella primavera olía a libertad,
a futuro, a progreso.
No
pensaba como ellos, pero sabía que tenían derecho a pensar como quisieran. Y
podíamos convivir juntos, en paz, y juntos crear un mañana donde cupiéramos
todos. Por eso me alegraba, nos alegrábamos.
Y eso,
a los 22 años es una experiencia inolvidable.
También
recuerdo, años después, las manifestaciones multitudinarias como respuesta al
23F. Un país unido reafirmándose en la democracia. La transición, denostada,
ninguneada e ignorada ahora, seguía su camino.
Hasta
el 11M. Pienso que esa tristísima fecha marca el fin de la transición y el
inicio de la degradación de la democracia. Consiguieron su objetivo quienes
fueran los que lo planificaron y ejecutaron. Partir al país en dos abortando
así el progreso, abrir una grieta que, año tras año se han afanado en agrandar
hasta llegar a la patética y vergonzosa situación actual. Gran parte de la
ciudadanía encapsulada en su ideología radicalmente enfrentada a la contraria.
Sin diálogo, sin consenso incluso ante grandes devastaciones.
Hablamos
los amigos muchas veces de aquellos tiempos de vino y rosas. De canciones y
esperanza. De ilusión por el futuro. Y pensamos, qué mal lo tienen los jóvenes
de ahora, y los que no son tan jóvenes, y los que ya no lo somos lo mires por
donde lo mires.
En
esto, al menos en esto, hubo un tiempo pasado que sí fue mejor. Infinitamente
mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario