Hace ya muchos años, cuando realizaba mis primeras
correrías pirenaicas, leía también cuantos libros de montaña caían en mis manos.
Muchas veces aparecían referencias a un personaje cuyos textos, siempre citados
por otros autores, me resultaban especialmente próximos. Con el tiempo fui
descubriéndolo, y cuanto más lo conocía más me impresionaba la coincidencia de experiencias
y sentimientos entre él y yo.
No había nada suyo publicado en español por aquel
entonces, así que en un viaje a Luchon compré su libro más importante,
“Souvenirs d´un montagnard”, en francés que era su idioma materno, y lo leí
como mejor pude; eso sí, con mucha reverencia.
Supe que había vivido en el siglo XIX y principios
del XX, que su padre era irlandés y su madre francesa. Que era conde. Que antes
de dedicar su vida a los Pirineos, había recorrido por tierra y mar buena parte
del mundo, cosa que bien a gusto hubiera hecho yo si hubiera sido conde, o
duque, o marqués, o rico… y hubiera podido vivir de renta. No es mi caso.
Quien me conozca ya sabrá que estoy hablando de Henry
Patrick Marie Russell-Killough, el Conde Russell, el Señor Conde, sin más, como yo le
llamo.
Hoy en día ya sé muchas cosas de su vida, de su forma
de pensar, de su forma de vivir las montañas, en particular los Pirineos, y me
resulta increíble cómo es posible que me sienta tan profunda y absolutamente
identificado con un hombre nacido 121 años antes que yo y cuya vida fue totalmente
diferente a la mía.
Pero hace ya tiempo encontré la explicación. Nos une
la montaña, nos unen los Pirineos, y ese lazo es tan poderoso que muchas veces,
cuando ando por esos montes suyos y míos, sobre todo si voy solo, cosa que como
yo, él hacía con frecuencia, me parece sentirlo junto a mí, caminando,
descansando, bebiendo en el arroyo, gozando del momento indescriptible de
llegar a la cima…
Hay además tres curiosas coincidencias en nuestras
vidas. Una de ellas, el lugar en el que él decidió dedicar su vida a los
Pirineos, legándonos esta decisión en forma de declaración de amor. Fue en la
cabaña Cabellud, hoy desaparecida, cerca del Portillón de Benasque, una mañana
de verano en la que, tras una borrasca de varios días, salió un día azul,
limpio, y contempló el macizo de La
Maladeta blanco de nieve nueva, resplandeciente bajo el cielo
de Aragón. También yo, en ese mismo lugar, y después de varios días de
tormentas, pude contemplar el mismo espectáculo, y aunque no escribí nada
entonces, supe que quedaba enganchado para siempre a aquella tierra.
La otra es que, al menos hasta hoy, hemos subido los
mismos cuatromiles en los Alpes. El subió el Mont Blanc y el Dôme de Gôuter de
camino al primero, en Francia y el Breithorn, en Suiza. Sólo esos. No subió
más. Se quedó para siempre en los Pirineos, y aunque yo no le hago ascos a
subir más cuatromiles, ojalá, hoy por hoy tenemos los mismos en nuestro haber. Ésta es otra
curiosa coincidencia.
La tercera es que a él le gustaba escribir, se sentía
impulsado a hacerlo porque era una manera de volver allí, donde era feliz, y de compartir esa felicidad con los demás. Yo,
desde que empecé a subir montañas sentí también la necesidad de escribir, por
lo mismo. Y así lo hice. Tengo muchas páginas escritas en unas cajas. Ahí
están; de momento ahí están. Él escribió y publicó, y hoy gozamos de sus
experiencias. Claro que, sus escritos tuvieron el inmenso valor de abrir
caminos, mientras que yo sólo he transitado por ellos, siendo esto para mí un placer y
un honor.
Pues bien, esta es la presentación de una nueva
sección del blog que voy a titular Conde
Russell al habla. Una sección donde el protagonista será el pirineísta más
grande de la historia. Él será mi guía y yo seguiré gozoso sus pasos.
En la próxima entrada de esta sección os contaré su
vida. Para acabar ésta, una foto suya.
Si casi he deificado la naturaleza, si la he amado demasiado, tengo por lo menos una excusa, y es que ella nunca me ha hecho llorar. No puedo decir lo mismo de los hombres...
Conde Russell en Recuerdos de un montañero.
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