Era una apacible y fresca mañana en un pueblecito del Pirineo. Acabada nuestra estancia allí, cargábamos el coche para regresar a los calores mediterráneos. La escena la vivió de cerca un amigo y me la contó enseguida.
Un niño de unos doce años,
que luego descubrí que se llamaba Miguel, se dedicaba al noble arte de
tirar piedras como puños a diestro y siniestro. Las piedras en cuestión las
cogía de una especie de jardín que hacía de techo a una estancia inferior de
los apartamentos. La calle con sus coches aparcados, los árboles, las plantas,
los agujeros de los desagües o cualquier bicho que se moviera, eran objetos a
batir.
Parece ser que llevaba así
un rato cuando una señora de mediana edad, que contemplaba la escena desde una
terracita próxima, le dijo al mozalbete que dejara de tirar piedras. En ese
momento mi amigo pasaba junto a él y oyó su respuesta que, aderezada con un
gruñido fue, "vieja, puta, vieja, puta…" que a modo de letanía
mascullaba a media voz. Y siguió tirando piedras como si tal cosa.
Coincidimos mi amigo y yo
en que nos entraron unas casi irrefrenables ganas de atizarle al niño un
soberano guantazo que le tuviera haciendo palmas las orejas un cuarto de hora
al menos. La mamá, que oyó la reconvención, se limitó a decir, "nene no tires
piedras", y siguió a lo suyo. Y el niño también, a lo suyo, tirando
piedras.
Y es que ni la escueta
amonestación de la señora, ni la indolencia de la mamá, ni la violencia que nos
pedía el cuerpo son adecuadas intervenciones. Lo que deberíamos haber hecho es,
previa autorización materna, decirle al niño respetuosa y delicadamente
para no traumatizarle algo así como: "oh dulce y tierno chavalín, si eres
tan amable de dejar de tirar piedras te lo agradeceríamos muchísimo porque
puedes taponar los desagües, abollar algún coche, descalabrar a algún
viandante… Más si no es este tu deseo porque necesitas seguir con tu tarea ya
que tanto te divierte, disculpa nuestra intromisión en tu vida y nuestro
abusivo intento de coartar tu sagrada libertad y tu derecho a divertirte como
te salga de… las narices".
Sí, así tendríamos que
haber actuado con este niño. Todos lo hicimos mal. La señora de la terracita
por atreverse a amonestarle y por no explicarle las consecuencias de sus actos.
La mamá por pasar del asunto tan olímpicamente. Y nosotros por haber tenido la
tentación de hacer algo tan cruel, tan horripilante y trasnochado como pegarle
un tortazo al chiquillo.
Era el chiquillo el que
haciendo uso de su soberana libertad lo estaba haciendo bien, ¿no? ¡Claro! ¡Ay
Miguelín, que represores y "chapaos a la antigua" somos algunos
adultos! ¿Verdad?
NOTA:
Aún habrá quien no captará
la ironía del texto.
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