Imagino
que es ley de vida, que cuando uno se hace mayor le cuesta encajar ciertos
progresos, por llamarles de alguna manera. Pero puedo decir con pleno
convencimiento de que hay progresos que de progreso solo tienen el nombre.
Estoy
hablando de los Pirineos, de lo que fueron, de lo que son y de lo que serán,
asunto este último del que no quiero ni pensar; cambio climático aparte.
Cuando
yo era joven pude disfrutar, y mucha gente conmigo, de unas montañas limpias,
libres, casi intactas. Acampaba donde quería, normalmente muy alto, hacía fuego
por las noches si había leña y me pasaba días y días sin más compañía que los
amigos con los que iba, los sarrios, las marmotas, los buitres y las águilas.
Nos plegábamos gustosos a las leyes de la montaña y ella nos colmaba de belleza
y libertad.
En
aquellos tiempos dichosos convivíamos montañeros, montañeses y algún que otro
turista despistado. Hoy, montañeros cada vez hay menos, y la mayoría de
montañeses se han entregado a la lujuria de sacar dinero de cualquier sitio
inventando mil actividades para una avalancha de turistas que, con un
desconocimiento absoluto del medio en el que se divierten, arrasan todo a su
paso, sin conciencia de que sus juegos y “aventuras” tienen muy poco de
sostenibles.
En los
Pirineos están matando la gallina de los huevos de oro. Las cimas de renombre
atestadas, festivales multitudinarios, carreras masivas, bicis rompiendo
senderos, imbéciles bajando a lo recto, y un sinfín de “ings” cada cual más
adrenalínico, supongo que para compensar lo vulgar y anodina que para demasiada
gente es la vida cotidiana.
Y la Guardia
Civil, loca rescatando al personal que en la mayoría de los casos se ha metido
donde no debería haberse metido.
Sé que
desde el relativismo de nuestra sociedad se me podrá decir que cada uno es muy
libre de disfrutar de la montaña como le plazca. Cierto. Pero también es cierto
que muchas de las formas actuales de disfrutar de la montaña son agresivas,
irrespetuosas con el medio e insostenibles a corto o medio plazo. Y eso es
irrefutable por evidente, pero da dinero.
Y no
es en mí en quien estoy pensando. Por muy bien que aguante el paso de los años
tampoco me quedan tantos de gozar de aquel mundo en el que tan feliz he sido y
soy. Pienso en los niños, en los jóvenes…
Yo aún
puedo, por el conocimiento del terreno que tengo, pasarme días, de cima en
cima, sin ver a nadie. O ascender a los “picos con nombre” bajando ya cuando
todos suben. O internarme en los bosques por senderos casi perdidos, a Dios
gracias. También podría acampar “sin que me pillen”. Y entonces sé que si me
encuentro con alguien, será montañero.
Y sé
que casi seguro, me ha pasado muchas veces, coincidiremos en pensamiento y
sentimiento. Y nos veremos como algo a extinguir, como los osos, como los
glaciares…
Debe
ser el progreso, ¿no? Triste progreso pues que le arranca el alma a la montaña
y la convierte en un vulgar polideportivo y en una impúdica fábrica de hacer
dinero por encima de toda consideración.
El
otro día llegué con las primeras luces del alba, solo, a la cima del pico de
Bataillence, en Bielsa, de 2604 metros. Una cima de las del montón, que ignoran
o desprecian casi todos. Hacía un viento frío allí arriba, y a mi alrededor un
mar de montañas y valles iba saliendo de la noche. Había estado en muchas de
las cimas que me rodeaban. Cada una era un recuerdo, un eslabón de mi vida. Y refugiado
del viento, trazaba nuevas rutas en aquel mundo aparentemente caótico, pero
para mí lleno de armonía y equilibrio. Un par de sarrios me contemplaba curioso
desde la cresta norte, no lejos de mí. Gozaba del silencio roto solo por los
latigazos del viento en las crestas. Era feliz.
Y
pensé, nos extinguimos Señor Conde*, nos extinguimos, los montañeros de antes
nos extinguimos, y con nosotros aquellas montañas de entonces; pero que nos
quiten lo “bailao”. Y creo que sonreí con nostalgia.
*Señor
Conde: Hablo del Conde Henry K. Russell, montañero del siglo XIX y XX con el que me
identifico plenamente. Hay una sección en el blog dedicada a él, titulada Conde
Russell al habla.
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