Describe
así el conde Russell un amanecer en la montaña después de una noche gélida y
oscura:
“Amanece.
Nuevas magnificencias. Había que cantar un Hosanna o caer de rodillas. Las
nieves, heridas por la luz tenían un color rojo sangre, las otras azul marino…”
Es un
amanecer en el valle de Benasque, en el Aneto en concreto, el que describe. No
hacía fotos, así que hemos de recurrir a los ojos e la imaginación para ver con
él estas maravillas. O no, si has tenido la inmensa suerte de poder
contemplarlas una y mil veces con tus propios ojos.
Remirando
algunas fotos de este verano pasado vi las de un amanecer también en Benasque
que me recordaron enseguida las palabras de mi admirado conde. Y voy a
compartir unas pocas.
Salí
del pueblo de noche y de noche anduve un buen rato valle arriba. Iba solo,
hacía frío y un cielo caótico, mezcla de nubes, claros y montañas auguraban un
amanecer impresionante. Y así fue.
A
medida que ascendía el silencio era más profundo. Los sonidos de ríos y
cascadas, y el del viento en el bosque van quedando atrás. La luz,
imperceptiblemente va disolviendo la oscuridad.
Y
llega la apoteosis. El sol, que aún no ha salido, tiñe la nieve de rojo, malva, morado, gris, amarillo, y también las
rocas y las nubes que se mueven entre ellas. Mientras, el cielo va buscando el azul.
No
dura mucho, pero ese rato es mágico, solemne, sublime. Hay que sentarse y
contemplar. Salir de ti mismo y verte pequeño, débil, torpe en medio de tan
grandiosa belleza. Para el creyente es oración este momento.
Sí
señor conde, tiene usted razón, habría que cantar un hosanna o caer de
rodillas.
Pues
bien, ahí tenéis algunas fotos.
Por
cierto, tanta alerta amarilla, lluvias torrenciales, semana de lluvia y un
litro en todo el día. Y mañana y pasado, sol.
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