Pude
disfrutar este jueves y viernes pasados de una convivencia con los alumnos de
2º de bachiller del colegio donde trabajé 38 años, casi toda mi vida
profesional.
En un
entorno bellísimo que el otoño, allí en todo su esplendor, hacía más bello
todavía, me sumergí, una vez más, en el mundo de la gente joven, muy joven
todavía, y como siempre me ha pasado salí reconfortado y triste a la vez. Sí, me
pasa siempre.
En los ratos que pude charlar con ellos, escucharles, hablarles, vi buena gente, muy buena gente. Personas ya conscientes de sus vidas, con sus ilusiones, sus miedos, sus esperanzas. Escuché de ellos y también mis compañeros, cosas muy bonitas, de las que te dejan con la certeza de que la vida tiene sentido y de que, como decía una frase que eligieron los cuatro grupos en que los dividimos para una actividad, un día alguien te va a abrazar tan fuerte, que todas tus partes rotas se juntarán de nuevo. También eligieron casi todos otra que decía, algún día la vida pasará frente a tus ojos…, asegúrate de que valga la pena mirar. Estas y todas las demás que eligieron tuvieron pleno sentido, y en la explicación de por qué las habían seleccionado entre muchas, vi una inmensa riqueza personal.
En la
homilía de la misa celebrada entre pinos y sabinas, bajo un cielo azul
impecable, Nacho les exhortaba, nos exhortaba, a vivir en plenitud, a lo
grande, a no conformarnos con migajas de supuesta felicidad, a no tener miedo.
A hacer frente a esos mensajes falsos con que nos bombardean continuamente y que nos impiden ver la luz a la que estamos llamados, la vida, la libertad y la
felicidad que Dios quiere para nosotros.
Todo
esto reconforta. Pero, ¿por qué la tristeza? Quizá a algunos les parezca que no
hay para tanto. Y es posible que tengan razón. Pero a mí me da pena que la
inmensa mayoría acaben su vida escolar en ese sumidero de ideales que es Magaluf
habiendo tantas alternativas. Que su mayoría de edad recién estrenada entre en
el juego del negocio fabuloso de unos pocos a cambio de tan vulgar y anodino
concepto de fiesta, verdaderas migajas de falsa felicidad.
Y eso, y el constatar que no tienen la capacidad crítica necesaria como para darse
cuenta que son tratados como ganado y decir ¡basta! organizándose un viaje por
Europa, o a un concierto vete tú a saber dónde, por ejemplo, me da pena.
El
ver que, aunque se hayan dado cuenta de esto, tan pocos son capaces de hacer
frente a las presiones que allí les lleva, me da pena.
Sí, me
da pena no porque tenga que pasar en Mallorca nada terrible, o porque esos días
allí puedan tener consecuencias poco deseables, sino por la patética pérdida de
tiempo que supone en un momento tan bonito de sus vidas.
Que
toda la grandeza y la profundidad que he visto en estos chicos, en estas
chicas, acabe pasando por ahí…
Es lo
que pienso y lo que siento.
235 litros en 390 días.
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