A
nadie que me conozca le sorprenderá que me haya alegrado mucho del fracaso de
la candidatura española a las Olimpiadas de Invierno de 2030.
Un
evento de estas características supone un impacto medioambiental devastador, y
los Pirineos no son los Alpes, las Montañas Rocosas, a los Andes; son una
cordillera pequeña y frágil, sometida ya a mucha presión turística, y con un
auge importante de actividades nada sostenibles pero muy lucrativas. Desde el
punto de vista de la naturaleza, incluso de los montañeses (aunque muchos no lo
vean ahora así) hubiera sido un desastre.
Pero
esta alegría tiene también una amargura, el motivo de por qué, en esta ocasión,
se han salvado de esta brutal agresión mis queridas montañas del norte. Porque
Aragón y Cataluña no han sido capaces de ponerse de acuerdo. Es lamentable,
vergonzoso, patético, que significa que da pena, que ni tan siquiera por el
aluvión de millones que podía haberles caído encima hayan podido consensuar un
proyecto.
Es la
cara negra, y muy negra, de la España de las autonomías, que no por vergüenzas
como esta deja de ser la única viable. Pero claro, cuando se anteponen los
intereses propios, los prejuicios políticos, la ambición desmedida y demás
zarandajas de tan baja estopa, al interés de la mayoría, pasan estas cosas.
Imagino,
además, que ahora se echarán indignadísimos las culpas unos a otros. En eso no
entro, primero porque no tengo datos fiables para hacerlo, y segundo porque mis
simpatías por Aragón me hacen muy subjetivo. Y aunque igual tengo razón en lo
que pienso, prefiero no decirlo.
Bien
está lo que bien acaba. Y esto, como he dicho, para los Pirineos, para muchas
de sus gentes, y para muchos de los que los amamos igual o más que si
hubiéramos nacido allí, es el final feliz de una historia que podía haber acabado
muy, muy mal.
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