La
historia va de mochos. Sí, de esos artilugios que usamos para lavar el suelo
sin doblar el espinazo y arrodillarnos trapo en mano. Antes se hacía así;
recuerdo a mi madre lavando de esta forma el suelo de casa y de cómo se
enfadaba cuando pisábamos lo recién lavado. Así acabó con las rodillas hechas
polvo. El primer mocho que entró en casa fue recibido con cierta reticencia,
¿limpiará igual?, pero pronto entró a formar “parte de la familia”.
Pero
no es de este recuerdo de la infancia de lo que voy a hablar, sino de un
anuncio que he visto estos días de una empresa de productos de limpieza, muy
conocida, que nos presenta un mocho con su cubo mucho más moderno, cómodo y
eficaz que los que usamos hasta ahora.
Hasta
ahí bien.
Pero
resulta que el citado anuncio me dio mucha pena. Si pretendían llamar la
atención lo han conseguido, al menos conmigo, de lo contrario no estaría yo
ahora escribiendo sobre mochos.
No sé
si lo habréis visto, pero acaba de un modo ciertamente triste. Y muy bien
hecho. Aparece el mocho con su cubo andando solo, por la calle, cabizbajo,
moviéndose como se movería alguien a quien después de prestar servicio durante
años se le echa por viejo, por caduco, por ya inútil.
Es el
anuncio de un mocho, pero yo he visto en ese triste mocho mucho más que un mocho.
He visto a mucha gente, algunos conocidos, otros muchos que no conoceré nunca
pero sé que están, que existen aunque su existencia se vaya diluyendo. Incluso
en algunos aspectos de mi vida me he sentido identificado con él.
Y he
concluido que ese mocho es amigo mío. Me cae bien. ¡Quién me iba a decir a mí
que me sentiría identificado con semejante artilugio! Ahora bien, lo que nunca
haré será comprar ese mocho moderno, rompedor, empoderado. No, seguiré con el
mío, con esos en los que la fuerza la haces tú para escurrirlo en el cubo.
¡Qué
cosas! Hablando de mochos. Me hago viejo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario