El
jueves pasado me fui a la Serranía, que por cierto está espectacular, a hacer
una ruta que había trazado previamente en el mapa y que ya conocía
parcialmente. El plan era salir de una aldea y combinando sendas y caminos
llegar a un pueblo donde sé que se come bien, y que queda casi a la mitad de la ruta, para luego regresar a la
aldea por otros caminos distintos. El recorrido, circular, era de algo más de
25 km. y alrededor de 750 metros de desnivel atravesando densos pinares y
disfrutando de inmensos panoramas desde los altos por los que pasaba.
Dejé
el coche en una pequeña placita y empecé a caminar. Pronto me di cuenta de que
una perrita me seguía a cierta distancia y reparé en que andaba raro; tenía la
pata delantera derecha con una malformación, no sé si de accidente o de
nacimiento.
En
cuanto dejé atrás las últimas casas pensé que se quedaría por allí, pero no,
seguía viniendo conmigo, cada vez más cerca, hasta que pasados unos diez
minutos cogió una piña y me la puso a los pies. ¿Quieres jugar? Le di una
patada a la piña y ella salió como loca tras ella para traérmela otra vez. Y
esa fue la primera de una larga serie de carreras tras la piña, siempre la
misma, que me devolvía feliz con el juego.
Y así
me vi, andando y jugando con una perrita coja, pero que se movía con una
agilidad impresionante. Asumí que tenía compañía para rato.
Subiendo
una empinada cuesta, muy pedregosa y rota por el agua, la vi venir hacia mí, no
ya con la piña, sino con una pelota de tenis que no sé dónde había encontrado.
Y ya fue el acabose. Como la pelotita rebotaba en las piedras, matorrales,
árboles, el juego alcanzó su máxima intensidad. Ni siquiera cuando caía en un
charco la dejaba. Se metía, la sacaba y me la traía.
Llevaba
ya más de dos horas con el jueguecito perruno y empecé a cansarme; le dije, ya
está bien, basta, no. Ni caso, claro. Entonces lo que hice fue no tocarla
cuando me la dejaba a los pies y creo que se dio cuenta, pues tras varios
intentos la abandonó en medio del camino.
Seguimos
bajando hacía el pueblo, ella siempre muy cerquita de mí, mientras pensaba qué
hacer con la comida. Igual no la dejaban entrar en el bar, pero afortunadamente
tenía terraza, así que explicaría que aunque no era mía venía conmigo, y
comeríamos “juntos”.
Pero
ya cerca del bar, en el pueblo, vio un gato y salió disparada tras él. La perdí
de vista y seguí mi camino, ¿qué iba a hacer? No la volví a ver. Me había
acompañado, jugando, más de 12 km con un desnivel de unos 350 metros y mal
terreno. Cojita como estaba.
Me
quedé preocupado, la verdad, pues siguiéndome se había alejado mucho de su casa
de la que le separaba una sinuosa carretera, mala cosa, o un laberinto de pistas
y senderos. Y estaba en un pueblo ya más grande, con más gente y más tráfico.
De
regreso pensé buscar al llegar a alguien en la aldea y contarle la historia,
pues al ser muy pocos habitantes se conocen todos, y a esa perrita seguro que
la conocerían. Así si la andaban buscando sabrían dónde hacerlo.
Caía
la noche, hacía frío, y entraba en la aldea buscando alguna ventana con luz,
cuando vi a dos personas charlando a la puerta de una casa. Una señora muy
mayor y una chica joven.
Y
mientras les preguntaba si conocían a una perrita blanca y canela, algo me tocó
las piernas. Era ella, que me saludaba. Eres tú. Has venido sola, le dije. Le
acaricié la cabeza y enseguida salió disparada para traerme una piña y
ponérmela a los pies.
Entonces,
asombrado, les conté que se había venido conmigo hasta el pueblo, que habíamos
estado jugando casi todo el trayecto y que, obviamente había vuelto sola. Ella
sabrá por dónde.
Todo
el día buscándote, y tú de excursión, le decía la chica joven, la dueña. ¿Y has
vuelto sola? Mucho más de 25 km, y 750 metros de desnivel, se ha hecho la
perrita, pues ella iba y venía continuamente, le decía yo. Esta noche dormirá a
gusto.
Y así
acaba la historia. Bonita, con final feliz y sorprendente, pues lo último que
imaginaba yo es que supiera volver sola orientándose perfectamente por aquellos
parajes solitarios y agrestes. Y tampoco imaginaba haber estado varias horas
andando y jugando con una perrita que decidió venirse de excursión conmigo.
Quizá
me vio solo y se dijo, vamos a hacerle compañía, pobrecito. ¡Quién sabe lo que
hay en la mente de un perro!
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