Íbamos
un día de estos un buen amigo y yo, haciendo una ruta que pasaba cerca de la
cartuja de Portaceli cuando vimos un par de monjes trabajando en un olivar.
Luego vino un tercero. Estuvimos un ratito hablando con ellos. El entorno es
precioso, el monasterio, imponente, se eleva próximo entre pinos y cipreses,
rodeado de montañas.
Cuando
continuamos la ruta comentamos la sensación de paz, de serenidad, de sosiego
que trasmitían tan solo hablando de olivos y aceitunas.
Hoy
mismo estaba almorzando en un bar de un pueblo de la sierra, cuando ha entrado
una chica joven, entre 25 y 30 años le echo. Se movía deprisa, se ha sentado en
una mesa contigua tras desearme, sonriente, que me aprovechara el almuerzo. Al
momento ha llegado otra más mayor que se ha sentado con ella. Sus movimientos
seguían siendo rápidos. Almorzaba, hablaba por el móvil sujetándolo entre el
hombro y la oreja, y por señas se comunicaba con su amiga con la que hablaba
alto y muy rápido cuando dejaba el móvil. En la conversación incidía en que
tenía prisa.
Así
todo el almuerzo. ¡Qué agobio! Me estresaba solo verla y oírla. Y he pensado,
tanto correr para llegar a dónde.
Y
claro, se me han juntado en la mente los cartujos y esta chica. ¡Qué contraste!
Y qué claro tengo con qué me quedo.
No
hace falta decirlo, ¿verdad?
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