Atardecer desde el Pico Hierbas en la Sierra de Chiva. |
Como a mucha gente de mi generación, me gusta el cine
del oeste. Sí, me gusta mucho, y haciendo memoria me gusta desde que era muy
pequeñito, desde chiquitín. Me gusta el cine del oeste igual que me gustan los
trenes. De hecho, muchas veces, salen juntos en el cine trenes y vaqueros.
Pasar una tarde parda y mustia de invierno, como
diría Machado, ante una buena película del oeste es para mí un exquisito
placer.
Hace ya algún tiempo me pregunté el por qué me siguen
gustando tanto, ahora que la infancia va quedando tan lejos. No me costó mucho
encontrar la respuesta.
Hay dos causas. La primera, aunque creo que no es la
más importante, son los paisajes, los amplios horizontes, los crepúsculos, el
pueblo o el rancho perdidos en medio de ninguna parte. Montañas nevadas,
desiertos inmensos, bosques y ríos, la silueta del jinete contra el ocaso, el
tren, el “saloon” con sus puertas de toda la vida, la oficina del sheriff…
Disfruto dejándome envolver por este mítico y cinematográfico entorno.
La otra causa de mi afición, más profunda, menos
romántica, creo que más importante, es que los buenos casi siempre ganan. Hay
algunas en que no, pero pocas, y aún en éstas hay una victoria más allá de la
aparente derrota. Además no hay relativismo, no hay confusión: el bueno es
bueno y el malo es malo. Y el bueno gana, aunque le cueste la vida o, tras
jugársela, se pierda, solitario, en el desierto sin esperar recompensa. Sin
más. Sin palabras. El bueno gana.
Caciques pulcramente vestidos, matones de dos
pistolas, autoridades corruptas… Y está tan claro quiénes son los malos… Y el
bien, lo bueno, lo bello está tan bien delimitado, tan bien dibujado y se
distingue con tanta claridad del mal, la injusticia, el horror…
Se me dirá: eso es maniqueísmo. Pues sí, y ¡qué pasa!
El maniqueísmo, a veces puede ser terapéutico. Me quedo a gusto cuando matan al
malo. Admiro y venero a quien enfrentándose, a veces solo, a todo y a todos,
vence, y luego se va, se pierde en el horizonte sin fin.
No quiero matar a nadie, no. Ni a buenos, ni a malos,
ni a “combinados”, como somos casi todos. Pero sí quiero, si quisiera, como “el
chico” de una “peli” del oeste, desenmascarar al tramposo y demagogo, defender
al débil del matón de turno, desmontarle el “cañaret” al corrupto. Y como el
tramposo, el matón y el corrupto, después de todo también son hijos de Dios,
trabajar, si ello es posible, para que dejen, que dejemos de hacer daño, para
que un afortunado día, más allá de confusiones, relativismos y componendas,
seamos capaces de enfrentarnos a esa parte oscura que al fin y al cabo todos
llevamos dentro. Yo el primero.
Mientras tanto, la muerte cinematográfica del malo,
me alegra y me relaja. Por fin “se lo han cepillao”. Sí; es la imagen virtual
del triunfo del bien y la justicia.
Y como en las “pelis”, después, sin mirar atrás,
cabalgar, cabalgar… vivir sabiendo que el poblado que dejamos atrás, ya es
mejor que cuando un buen día, más o menos lejano, llegamos a él.
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