1.-CONOCER:
1.1 ¿Qué es realmente un niño?
2.-PREVENIR:
2.1 Desde la cuna.
3.-INTERVENIR:
3.1 Acuerdo total papá-mamá.
3.2 Control de la familia extensa.
3.3 Control de otros agentes educativos.
3.4 Coherencia en nosotros. Hacer lo que decimos.
3.5 Normas claras y concretas. Las precisas.
3.6 Hablar poco. “No comerle el coco”.
3.7 Ignorar conductas no deseadas. Reforzar las deseadas.
3.8 No mostrar que controla nuestro estado de ánimo.
3.9 No exigirle lo que no somos capaces de hacer nosotros.
3.10 Valorar si vale la pena “entrar en combate”.
Bla, bla, bla, bla y bla… Mucho bla. Es inútil y
contraproducente. Tanto bla, bla y bla…y bla.
Voy a empezar exponiendo la conclusión. Para corregir
conductas, sí o no y punto. Y a veces ni eso. Para disfrutar de hijo, cuando
está de buenas, hablar mucho, mucho, cuanto más mejor.
Uno de los errores más frecuentes en la práctica
educativa diaria, es el de dar innecesarias y continuas explicaciones a los niños
de por qué han de hacer esto o aquello o por qué no han de hacerlo.
Creemos que hablando mucho llegamos a algún sitio. Pues
no. Bueno sí. Llegamos a que acaben haciendo lo que les venga en gana y
nosotros cabreándonos.
Hay varios motivos por los cuales, a los niños (con los
adolescentes es otra historia) no hay que darles demasiadas explicaciones y
mucho menos comerles el coco con largos discursos y moralinas.
Primero. El niño aunque utiliza las mismas palabras que
nosotros, no las utiliza de la misma manera, ni tienen el mismo significado
que lo tienen para nosotros. Da la impresión de que nos entienden, pero muchas
veces no es así.
Segundo. El niño utiliza el lenguaje en clave emocional.
Nosotros en clave racional. Frecuentemente, la comunicación no es real, aunque
lo parezca.
Tercero. El niño puede ser muy persuasivo (pesado, pelma)
si sabe que la repetición de las mismas palabras una y mil veces, le llevará a
salirse con la suya; nosotros no tenemos ni de lejos tanta paciencia. Ante su
insistencia, la mejor respuesta es nuestro silencio e indiferencia. No tratemos
de ahogar su verborrea con la nuestra.
El planteamiento es muy simple. Ellos, normalmente ya
saben lo que han de hacer y lo que no. No hace falta repetírselo mil veces, ni
justificarlo, ni explicarlo. Por lo tanto, lo mejor es “si” o “no”; y si
pregunta por qué, “tú, ya lo sabes”. Y ya está. Si insiste: ignorar, ignorar,
ignorar. A ver quien aguanta más. Es un pulso, a veces muy duro. Pero lo hemos
de ganar porque nos jugamos mucho.
Ahora bien. Si somos parcos en palabras para corregir,
dirigir, adiestrar, sancionar, habituar, seamos generosos para disfrutar de
ellos. Contémosles cuentos, hablémosles del mundo, respondamos a sus por qués
con calma y paciencia.
Cuando un niño de tres años pregunta a su papá, “papá, ¿por
que las personas cuando se hacen viejas se mueren? el papá, como pueda, ha de
responder…aunque tampoco pasa nada si se toma un tiempo para hacerlo, y cambia
de tema en ese momento.
Pero cuando dice que quiere el “petisuis” antes de cenar,
no hay nada que hablar. O cuando no quiere ponerse el cinturón de seguridad,
tampoco. Y si llora, que llore. Eso es sano para los pulmones, y relaja.
Es que ¿sabéis lo que pasa?, que somos nosotros los que
necesitamos darles la explicación, los que necesitamos justificar ante nosotros
mismos nuestra conducta, porque en el fondo, nos duele no satisfacer el deseo
del niño, de nuestro hijo, aunque algo nos diga que no es bueno que lo hagamos.
Y es que educar es duro, muy duro. Duele. A veces mucho. El
educador al que no le duele educar, no es educador.
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