Hace
75 años, un 28 de marzo de 1942, murió en la cárcel de Alicante, de
tuberculosis, Miguel Hernández. Un gran hombre, un gran poeta que en sus breves
años de vida nos dejó una impresionante obra literaria.
Hoy es
día de homenajes al pastor poeta. Y un homenaje es el recuerdo del recital que hicimos
en el colegio hace ya muchos años. En la memoria de muchos de los que estuvimos
allí estarán para siempre aquellos poemas y aquellos chiquillos de octavo recitándolos
en el teatro Cervantes.
Otro
homenaje es compartir uno de sus más famosos poemas, Viento del pueblo, un
poema escrito en la guerra y para la guerra pero que trasciende a las circunstancias
históricas en las que el poeta lo alumbró y lo recitó. Nos pinta con trazos
vigorosos y limpios un lienzo en el que vemos a una España en lucha consigo
misma, escribiendo uno de los capítulos más negros de su historia.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos;
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Poemas
como estos y su actividad pública a favor de la república le costaron la vida,
aunque no creo que, de haber sobrevivido, Miguel Hernández hubiese querido, a modo de venganza, una
España eternamente dividida, lamiéndose, cual perro herido sus llagas, la
herida de la guerra, de su guerra, de la guerra que le costó la vida.
Pienso
que un país unido, mirando al futuro, reconciliado por fin, es el mejor
homenaje que a él, como a otros, podemos hacerle. El homenaje definitivo, el homenaje de un pueblo que "embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta".
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