Andar
por las montañas te permite vivir muchas y variadas experiencias. Este verano,
entre otras muchas, viví una que, aunque no acabó como hubiera deseado, valió
la pena.
Había
salido muy temprano, a las cinco y media de la mañana, solo, a subir unas
montañas en un valle para mi desconocido; el valle de Trigoniero, cerca de
Bielsa.
Poco
después de salir del bosque, hacia las siete de la mañana, el sendero atraviesa
un llano donde el rio se recrea en suaves meandros salpicados de pino negro, y
solo se escucha el sonido de las cascadas que caen por las empinadas y altas
laderas que rodean este hermoso paraje. Hierba muy verde y flores entre las que
destacaban los lirios acababan de dar al lugar ese punto de belleza perfecta
que a menudo descubro en las montañas.
Y
allí, una manada de sarrios, muy cerca del sendero, estrenaba el nuevo día.
Unos descansaban, otros mordisqueaban la hierba fresca y húmeda, otros
jugueteaban. Pensé que al verme huirían, como acostumbran a hacer, pero no fue
así. Siguieron a los suyo, y yo hice fotos, muchas, y seguí mi camino.
Pasé
todo el día por aquellos altos riscos, de casi tres mil metros, sin ver a
nadie. Hizo frío, todo un placer en pleno verano, y el cielo era de eso azul
intenso que sólo veo en la alta montaña. Así es como soy feliz.
Hacia
las cinco de la tarde regresaba al valle. Seguía sin ver a nadie. Pensé que los
sarrios ya no estarían donde los había visto en la mañana, pero me equivoqué.
Allí seguían, así que descendí por el sendero hasta que de nuevo estuve a unos
diez metros de la manada. Siguieron sin inmutarse.
Entonces
se me ocurrió una idea; dejar la mochila y el bastón en el sendero y muy
despacio ir acercándome a ellos hasta donde me dejaran. Estaban alrededor de
una roca que se me antojó el objetivo a alcanzar. Quería sentarme entre ellos.
Mi
atuendo color tierra y la lentitud de movimientos me ayudarían a conseguirlo. Y
eso hice. Cámara en ristre y muy, muy despacito me fui acercando. Era
consciente de la intensa belleza del momento.
Diez,
nueve, ocho, siete, seis metros no más me separaban del más próximo. Y seguían
a lo suyo. Estaba a punto de entrar en una manada de sarrios, como si fuera uno
de ellos. Me miraban y volvían a sus quehaceres. Alguno, más asustadizo se
alejó unos metros.
Estaba
feliz. ¡Qué más podía pedirle a un día de montaña! Un valle nuevo, tres altas
cimas, el cielo azul, frío, silencio y soledad, y para acabar, el privilegio de
entrar en una manada de sarrios.
Pero
no. Dos individuos bajaron por el
sendero parloteando a voz en grito. Las primeras personas que veía en todo el
día. Y rompieron el momento, como se rompe una pompa de jabón. Yo mismo me
sobresalté y los sarrios salieron huyendo hacia la ladera por la que bajaba una
bonita y alta cascada, perdiéndose en la montaña.
Y me quedé plantado
allí, en medio del prado, muy cerca de la roca donde podía haberme sentado como
uno más, como un sarrio. Y me dio toda la rabia del mundo, pero aquellos minutos mágicos que
viví aquella tarde fueron tan intensos, tan bonitos que, aunque inacabada, la experiencia valió la pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario