FRASES PARA PENSAR.

SE DARÁ TIEMPO AL TIEMPO,
QUE SUELE DAR DULCE SALIDA A MUCHAS AMARGAS DIFICULTADES.

Cervantes en el Quijote.

martes, 14 de agosto de 2018

Uno entre ellos.


Andar por las montañas te permite vivir muchas y variadas experiencias. Este verano, entre otras muchas, viví una que, aunque no acabó como hubiera deseado, valió la pena.
Había salido muy temprano, a las cinco y media de la mañana, solo, a subir unas montañas en un valle para mi desconocido; el valle de Trigoniero, cerca de Bielsa.
Poco después de salir del bosque, hacia las siete de la mañana, el sendero atraviesa un llano donde el rio se recrea en suaves meandros salpicados de pino negro, y solo se escucha el sonido de las cascadas que caen por las empinadas y altas laderas que rodean este hermoso paraje. Hierba muy verde y flores entre las que destacaban los lirios acababan de dar al lugar ese punto de belleza perfecta que a menudo descubro en las montañas.
Y allí, una manada de sarrios, muy cerca del sendero, estrenaba el nuevo día. Unos descansaban, otros mordisqueaban la hierba fresca y húmeda, otros jugueteaban. Pensé que al verme huirían, como acostumbran a hacer, pero no fue así. Siguieron a los suyo, y yo hice fotos, muchas, y seguí mi camino.
Pasé todo el día por aquellos altos riscos, de casi tres mil metros, sin ver a nadie. Hizo frío, todo un placer en pleno verano, y el cielo era de eso azul intenso que sólo veo en la alta montaña. Así es como soy feliz.
Hacia las cinco de la tarde regresaba al valle. Seguía sin ver a nadie. Pensé que los sarrios ya no estarían donde los había visto en la mañana, pero me equivoqué. Allí seguían, así que descendí por el sendero hasta que de nuevo estuve a unos diez metros de la manada. Siguieron sin inmutarse.
Entonces se me ocurrió una idea; dejar la mochila y el bastón en el sendero y muy despacio ir acercándome a ellos hasta donde me dejaran. Estaban alrededor de una roca que se me antojó el objetivo a alcanzar. Quería sentarme entre ellos.
Mi atuendo color tierra y la lentitud de movimientos me ayudarían a conseguirlo. Y eso hice. Cámara en ristre y muy, muy despacito me fui acercando. Era consciente de la intensa belleza del momento.
Diez, nueve, ocho, siete, seis metros no más me separaban del más próximo. Y seguían a lo suyo. Estaba a punto de entrar en una manada de sarrios, como si fuera uno de ellos. Me miraban y volvían a sus quehaceres. Alguno, más asustadizo se alejó unos metros.
Estaba feliz. ¡Qué más podía pedirle a un día de montaña! Un valle nuevo, tres altas cimas, el cielo azul, frío, silencio y soledad, y para acabar, el privilegio de entrar en una manada de sarrios.
Pero no. Dos individuos bajaron  por el sendero parloteando a voz en grito. Las primeras personas que veía en todo el día. Y rompieron el momento, como se rompe una pompa de jabón. Yo mismo me sobresalté y los sarrios salieron huyendo hacia la ladera por la que bajaba una bonita y alta cascada, perdiéndose en la montaña.
          Y me quedé plantado allí, en medio del prado, muy cerca de la roca donde podía haberme sentado como uno más, como un sarrio. Y me dio toda la rabia del mundo, pero aquellos minutos mágicos que viví aquella tarde fueron tan intensos, tan bonitos que, aunque inacabada, la experiencia valió la pena.









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