Asistí
un día de estos a una curiosa discusión de esas en la que apetece meter baza,
por lo absurda. Pero claro, no lo hice aunque me quedé con las ganas.
Había
almorzado muy bien en un bar restaurante de un pueblo de la sierra. A la hora
de pagar, en la barra, entró una señora de mediana edad y la que parecía ser la
dueña del establecimiento le saludó y le dijo que tenía ganas de escuchar su
versión de lo ocurrido, tras confesarle que su marido estaba muy afectado por
el disgusto que cogió el domingo.
Por lo
que entendí les habían servido un plato que no habían pedido, se lo comieron y
luego, al acabar de comer, se negaron a pagarlo porque no lo habían pedido. Y
se armó el pitote, parece ser que de un modo público y notorio. El restaurante
está muy concurrido los domingos, de ahí el soponcio del marido.
La
dueña le dijo que si no lo habían pedido le debían haber dicho al camarero que
lo retirara, pero que si no dijeron nada y se lo comieron, tenían que pagarlo.
Me pareció lógico.
La
respuesta de la señora me sorprendió. Toda cargada de razón, e indignadísima,
le replicó que si no lo había pedido no tenía por qué pagarlo, a lo que la
dueña volvió a responder que si se lo habían comido tenían que pagarlo.
A
partir de ahí entraron en bucle, repitiendo lo mismo pero cada vez más alto. La
dueña, queriendo cortar, le dijo que creía conocerla y no se esperaba eso de
ella, de hecho se tuteaban y conocían sus nombres, pero la señora seguía
empecinada en que quienes lo habían hecho mal eran ellos por cobrarles el plato
en cuestión.
Yo,
que aparte de pagar estaba formalizando una reserva, escuchaba la absurda
conversación con unas ganas inmensas de acercarme a la señora y decirle, que no
tiene usted razón, leñe, que está como una regadera señora mía. Si se lo ha
comido lo paga y si no, habérselo dicho al camarero cuando se lo sirvió.
Me
fui, formalizada la reserva, pues me esperaban ocho horitas de marcha por la
sierra, pero me quedé con ganas de decirle a la dueña que era ella la que tenía
toda la razón y que no se merecía el disgusto que esa individua les había dado
a su marido y a ella.
Y es
que hay gente “pa to”, gente con cerebro tan extraño y retorcido que hasta lo
más evidente y natural les parece lo raro, gente para la que dos más dos suman
siete, porque yo lo digo. Y punto.
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