Soy un
amante de los caminos. He andado muchos a lo largo de mi vida, miles y miles de
kilómetros. Con frío y con calor, con nieve, lluvia, tormenta, niebla o un sol
radiante. Con luz y sin ella, o con esa claridad tan especial del lubricán.
Solo o con Isabel, con amigos, compañeros, alumnos. Cargado como una burra o
ligero de equipaje. Con hambre, con sed, o felizmente satisfecho tras una
buena, y a menudo inesperada comida, en algún pueblecito perdido por esos
mundos de Dios.
He
aprendido mucho caminando, sobre todo que lo importante no es llegar, sino gozar
cada momento desde el principio. No ya desde el primer paso, sino desde que he
empezado a pensar y a preparar el camino, normalmente con mis mapas.
Yo
ando lo cargado que mi espalda me permite para disfrutar de la máxima autonomía
posible. Y disfruto con la contemplación de la naturaleza o el arte, el
esfuerzo físico y mental, el encuentro con uno mismo en soledad, o con los que
me acompañan cuando no voy solo, o con un pastor, o un campesino, o un forestal, u otro caminante.
A
menudo acaba juntándose todo esto dándole al camino unas dimensiones que no te
esperabas, acabando en más de una ocasión, en una profunda experiencia
religiosa.
Esto
es lo que les ha sucedido durante ya nueve años a los alumnos de bachiller del
colegio donde he trabajado toda la vida. Acaban de salir a Sarria a hacer el Camino de Santiago durante cinco días.
Ojalá
disfruten de cada momento desde el principio, porque la llegada a la plaza del
Obradoiro no es más que la culminación, el broche de oro. Lo importante se
habrá ido haciendo a lo largo de los días. Y ojalá descubran que el camino realmente
importante es el interior de cada uno, el que vayan viviendo jornada tras
jornada. El tiempo que haga, el peso de la mochila, los kilómetros recorridos,
las comidas y los albergues, incluso el hermoso paisaje gallego no son más que
circunstancia. La esencia del Camino de Santiago, como la de cualquier otro
camino, está en la huella que va dejando en lo más profundo de cada caminante,
en su corazón.
Y de lo
que rebosa el corazón habla la boca. Por eso, de entre las muchas anécdotas que
Isabel me ha contado a lo largo de estos nueve años hay una que me conmovió
especialmente. Había un chaval que tenía serios problemas en los pies. Llegó a
Santiago, arropado por los compañeros, él solo sabe lo que sufriría, y tras la
misa en la catedral estalló en un llanto incontenible. Le preguntaron por qué
lloraba. Habló, "porque nunca me he sentido tan querido". Y la respuesta fue un
regalo de Dios para todos.
Sí, de
lo que rebosa el corazón habla la boca. Aquello era la culminación de ese
camino interior que deseo recorran todos este décimo Camino de Santiago.
¡Buen
Camino!
¡Que
Dios os bendiga!
64 litros en 207 días.
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