Repasando las fotos de este pasado verano me llamaron
la atención éstas que tenéis aquí. Son unas bonitas imágenes de una oveja con
sus dos corderitos, casi recién nacidos. Bien podrían servir para un spot
publicitario de éstos dulces, tiernos y amorosos. Pero la realidad de la
fotografía es bien distinta.
La historia es la siguiente. Bajábamos del Bisaurín
por su cara norte , Vicente, Miguel Ángel, Alex y yo. Llegando a la cima del
Puntal de Secus Norte, montaña solitaria, árida y muy poco frecuentada, nos
encontramos con la oveja y sus dos retoños que no se separaban ni un metro de
su madre. Estaban solos a más de 2400 metros. Por allí no había ningún rebaño,
tan sólo un grupo de sarrios. Soledad en una región solitaria, silencio,
horizontes inmensos, luz de tarde que teñía el momento de una cierta
desolación…
Al vernos llegar desaparecieron montaña abajo, aunque
luego vimos que se habían escondido entre unas rocas cercanas. No bajaban, ni
parecían tener intención de hacerlo. Estaban perdidas y se refugiaban en la
altitud y en la soledad. Allí se quedaron. Nosotros seguimos descendiendo.
Mucho tiempo después, y muchos metros más abajo,
andando ya por el sendero que nos llevaría al refugio de Gabardito, nos
encontramos con un pastor que subía. Entablamos agradable conversación y le
dijimos lo que habíamos visto. Se interesó, nos pidió detalles y cuando ya lo
tuvo claro, sentenció, con la seguridad de quien está en su tierra y la conoce
a fondo: ¡lástima, serán pasto de las águilas!
Sí, casi con seguridad, antes de que el pastor con
sus perros puedan encontrar a la oveja perdida y a sus corderitos, las leyes
implacables de la montaña, de la naturaleza, ejecutarán la sentencia que había
pronunciado el pastor.
Luego nos explicó que no había sido el primer caso.
Los pastores permiten que las ovejas se apareen para que el parto se produzca a
principios de otoño, cuando ya están estabuladas, pero este año se había
escapado un macho que parece ser “había montado la fiesta por su cuenta” antes
de tiempo.
Nosotros seguimos bajando, el pastor subiendo hacia
su cabaña, junto a la cual, agrupado en el redil, seguro y protegido, estaba su
rebaño. Pronto caería la noche, quizá la última noche de aquellos corderitos,
noche que pasarían pegados a su madre, buscando calor en el frío recio de las
cumbres.
Pero, en alguna oquedad de aquellas inmensas y
salvajes paredes, un aguilucho crecerá, se hará fuerte y un día surcará el aire
frío de las montañas, y gozaremos de su vuelo elegante, de su hermosa silueta
recortada contra el cielo limpio y azul del Pirineo.
El vuelo del águila justificará y dará pleno sentido
a la existencia breve y humilde de los corderitos. Es el magnífico, duro y
ciego juego de la vida. Sin ñoñerías, sin tonterías. Así es. Es lo que es.
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