A la izquierda se ve el monje, a la derecha la torre donde sonaban las campanas. |
Una tarde mustia de invierno regresaba yo de un paseo
por la sierra, cuando los tañidos claros y limpios de las campanas de la Cartuja de Portacoeli,
llamaron mi atención. Me detuve para escucharlas mejor en el silencio del
monte, contemplando el magnífico edificio. Y allí, en un rinconcito lo vi; allí
estaba, un monje con su hábito blanco.
El momento fue especial. Aquel hombre, el monasterio,
las montañas, los pinares antaño frondosos, el silencio de la tarde, la luz que
declinaba, el tañer de las campanas… Sentí una repentina sensación de paz.
Intuí otras formas de vida tan diferentes a las nuestras, que el contraste
resultaba incluso violento.
Me quedé un buen rato, hasta que cayó la noche. Por
algunas ventanas se veía luz. Imaginé que pronto se reunirían para el rezo de
vísperas. A lo lejos, hacia el sur, el resplandor de Valencia iluminaba el
cielo, bajo por las brumas del mar.
Muchas veces me acuerdo de aquella tarde. Sobre todo
cuando me canso, me agobio, me hacen daño a mí o a la gente a la que quiero,
cuando la paz parece irse como el agua entre los dedos y no sé cómo retenerla.
Entonces me acuerdo de aquella tarde. Y recordándola, la tengo muy viva en la
memoria, me hace bien recitar estos dos textos de la Biblia :
Señor,
mi corazón no es ambicioso,
ni mis
ojos altaneros;
no
pretendo grandezas
que
superan mi capacidad;
sino
que acallo y modero mis deseos,
como
un niño en brazos de su madre.
Salmo 130
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo
os aliviaré. Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi
carga ligera.
Mateo 11
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