Dicen
que las tardes de los domingos son las horas más tristes de la semana. Y yo
creo que es verdad, no porque haya que volver a trabajar al día siguiente, que
también, sino porque parecen algo marchito, como esas rosas olvidadas en el
jarrón que fueron bellas no hace mucho, y ya no lo son.
Quizá,
no lo sé, nos recuerdan que todo pasa, todo se acaba. A fin de cuentas es el
final del “finde”, son las últimas horas de la semana.
Por
eso, los domingos por la tarde, las preocupaciones son más grandes, los miedos
más intensos, los dolores más hondos, las soledades más dolorosas, la esperanza
menos viva…
Quizá
por lo mustio y desvaído de estas últimas horas de la semana, he sentido ese viento triste de los domingos por
la tarde, y entonces he acudido a estas palabras, como otras veces.
Ahora
que la noche es tan pura,
y que
no hay nadie más que tú, dime quién eres.
Dime
quién eres y por qué me visitas,
por
qué bajas a mí que estoy tan necesitado
y por
qué te separas sin decirme tu nombre.
Dime
quién eres tú que andas sobre la nieve;
Tú
que, al tocar las estrellas, las haces palidecer
de
hermosura;
Tú que
mueves el mundo tan suavemente,
que
parece que se me va a derramar el corazón.
Dime
quién eres; ilumina quién eres;
dime
quién soy yo también, y por qué la tristeza
de ser
hombre;
dímelo
ahora que alzo hacia ti mi corazón,
Tú que
andas sobre la nieve.
Dímelo
ahora que tiembla todo mi ser en libertad,
ahora
que brota mi vida y te llamo como nunca.
Sostenme
entre tus manos; sostenme en mi tristeza,
Tú que
andas sobre la nieve.
(Himno
de la liturgia de las horas)
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