Muchas
veces la naturaleza nos ofrece momentos únicos, de una absoluta belleza que,
por poca sensibilidad que uno tenga, hacen que aunque sea fugazmente dediques
unos segundos a la contemplación.
Pero
si tienes la fortuna de que en esos momentos te encuentras en la soledad y el
silencio de la montaña, la experiencia resulta ya abrumadora. Y eso es lo que
me ocurrió el jueves pasado por la tarde.
Salí
un rato después de comer a que me diera el aire. Esperaba que el día, ventoso y
nuboso, se despidiera de un modo espectacular y no me equivoqué. Pero la
realidad superó ampliamente mis expectativas.
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