En
medio de la desolación que nos envuelve por tanto dolor y tanta desesperación
tan próximos, cayó ayer como un mazazo la noticia del brutal y absurdo ataque a
la comunidad franciscana de Santo Espíritu del Monte, en Gilet.
La paz
de ese entrañable rincón de la sierra Calderona quedó rota por un demente que
malhirió a siete frailes dejando a uno de ellos debatiéndose en estos momentos
entre la vida y la muerte.
¡Cuántas
veces he escuchado sus campanas, en mis correrías por las montañas que rodean
el monasterio! Siempre me han trasmitido una profunda sensación de paz.
¡Cuántas veces he contemplado desde lo alto el bonito y viejo edificio, con sus
cipreses, sus paredes blancas, su campanario, su huerto…! Es uno de mis
rincones preferidos de la sierra. Desde el monte de la cruz que se eleva altivo
frente a él, sentado sobre sus losas de rodeno, he pasado largos ratos de
contemplación, meditación o grata y sosegada conversación.
Y es
que el mal existe, y adopta mil formas diferentes para hacernos daño, para
robarnos la paz, la alegría, la esperanza, incluso el sentido de la vida. Para
hacer que brote en nosotros la ira, la tristeza, la desesperanza, para
abocarnos al vacío y el sinsentido de la existencia. Y
surge ese por qué. Y ese hasta cuándo. Y ese ahora qué. Y ese miedo al futuro
que angustia y paraliza.
Desde
el demente de Santo Espíritu, hasta la devastadora inundación, pasando por la
irresponsabilidad y la torpeza de unos en la prevención y gestión posterior, y
el rastrero aprovechamiento político del desastre de otros, veo al mal
hacerse fuerte en esta querida tierra mía.
Tiempos duros, tiempos muy duros nos está tocando vivir. Solo nos queda, y ya es mucho, hacer el bien a nuestro alrededor en la medida que podamos, hablar solo si es para curar y consolar, y rezar, aunque nuestra oración sea el silencio, o ese grito de Jesús en la cruz, que tanta, tantísima gente puede gritar estos días desde lo más hondo de su corazón, "¡Padre, por qué me has abandonado!"
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