Muy a
menudo la naturaleza y la literatura se encuentran. Al menos a mí me pasa con
mucha frecuencia. Leyendo me traslado al cielo abierto, al campo libre, a las
montañas… Y allí, a tantas y tantas lecturas que se han quedado en
mí como los paisajes, hasta el punto de no saber muy bien, a veces, si lo he
leído o lo he visto. En cualquier caso lo he vivido.
Esto
me pasó ayer gozando del impresionante y bellísimo crepúsculo por los montes de
Casinos. Me vino a la mente el capítulo 81 de Platero y yo titulado La niña
chica, en el que escribe Juan Ramón Jiménez "¡Qué lujo puso Dios en ti, tarde
del entierro! Setiembre, rosa y oro, como ahora, declinaba".
No es
septiembre, es octubre, pero pude decir yo también ayer qué lujo ha puesto Dios
en esta tarde. Afortunadamente no había ningún entierro, pero la belleza de la
tarde era la misma que aquella de la que habla Juan Ramón Jiménez.
Y
este es el capítulo, precioso, lleno de una emoción contenida, perfecto, que
ahora comparto.
La
niña chica era la gloria de Platero. En cuanto la veía venir hacia él, entre
las lilas, con su vestidillo blanco y su sombrero de arroz, llamándolo
dengosa:—¡Platero, Plateriiillo!—, el asnucho quería partir la cuerda, y
saltaba igual que un niño, y rebuznaba loco.
Ella,
en una confianza ciega, pasaba una vez y otra bajo él, y le pegaba pataditas,
le dejaba la mano, nardo cándido, en aquella bocaza rosa, almenada de grandes
dientes amarillos: o, cogiéndole las orejas, que él ponía a su alcance, lo
llamaba con todas las variaciones mimosas de su nombre:—¡Platero! ¡Platerón!
¡Platerillo! ¡Platerete! ¡Platerucho!
En los
largos días en que la niña navegó en su cuna alba, río abajo, hacia la muerte,
nadie se acordaba de Platero. Ella, en su delirio, lo llamaba triste:
¡Plateriiillo!... Desde la casa oscura y llena de suspiros, se oía, a veces, la
lejana llamada lastimera del amigo. ¡Oh estío melancólico!
¡Qué
lujo puso Dios en ti, tarde del entierro! Setiembre, rosa y oro, como ahora,
declinaba. Desde el cementerio ¡cómo resonaba la campana de vuelta en el ocaso
abierto, camino de la gloria!... Volví por las tapias, solo y mustio, entré en
la casa por la puerta del corral y, huyendo de los hombres, me fui a la cuadra
y me senté a pensar, con Platero.
Es muy
clarito el texto. Describe muy bien y con pocas palabras la bonita relación
entre la niña y el burrito. La de la enfermedad que la lleva a la
muerte es magistral: la cuna blanca, el río que va a parar a la mar…, el delirio
de la niña, la casa oscura y llena de suspiros…
Y por
fin la belleza de la tarde, el lujo puesto por Dios en el ocaso abierto camino
de la gloria, las campanas. Queda atrás la casa oscura, la voz triste y débil de la niña, los
suspiros…
Pero
el poeta, afectado por la muerte de la niña, solo y mustio, huyendo de los hombres, se retira con
Platero a pensar. Así acaba.
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