Ayer fue el
día de la mujer trabajadora. Terrible la lucha de la mujer por sus
derechos a lo largo de la historia,
terrible la situación actual de muchas mujeres en el mundo, y terrible la sarta
de estupideces que tal día como ayer se pudieron escuchar a propósito de la
celebración.
Me da rabia la
politización de algo tan serio como los derechos de la mujer. Me irritan las
medidas políticamente correctas, pero ofensivas y humillantes para la dignidad
de la mujer, como la ley de paridad, el despanzurramiento del idioma en aras de
la visibilidad del género femenino, o el esperpéntico y ya finiquitado
ministerio de igualdad.
No pienso que
sea ese el camino, no. Lo veo más sencillo. Lo veo así. Diferentes
biológicamente. Iguales en dignidad y derechos. Exactamente iguales. Tener esto
claro y actuar en consecuencia. Ni machismo, ni feminismo. Son planteamientos
parciales, injustos e incluso ridículos.
Se ha luchado
mucho. Veo avances. Pero queda mucho camino aún. Veo, por ejemplo, cómo en los
espectáculos deportivos, la mujer aparece muchas veces de comparsa ornamental,
reducida a objeto deseable, antes de que lleguen los ídolos, los que de verdad
importan; o cómo en la publicidad se sigue utilizando descaradamente lo
femenino como reclamo; o cómo cuesta tanto, que esta igualdad se reconozca en la Iglesia ; o
cómo en determinadas situaciones, nos hemos ido al extremo contrario, en
perjuicio del hombre, rompiendo así el principio de igualdad.
Nuestra
grandeza, nuestra dignidad, está en ser seres humanos, en cristiano, hijos de
Dios, no en ser hombres o mujeres. Esta es la clave.
Y lo bonito
será que algún día no haga falta celebrar el día de la mujer. Y que cuando esto
llegue a suceder, tengamos la lucidez suficiente para darnos cuenta.
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