Es la noche de
Jueves Santo, y después de celebrar un año más la eucaristía en la que recordamos
aquella última cena de Jesús, siento, como todos los años, como tantas veces al
año, que hemos traicionado, roto, enterrado lo que aquella noche ocurrió.
Fue demasiado
radical. Jesús de Nazareth, llevando su vida hasta el extremo de la coherencia
con la voluntad de Dios Padre, con su papá (abba), nos dice que cada vez que nos reunamos y compartamos
el pan y el vino tal y como Él lo hizo, estará presente, estará allí, en ese pan y en ese vino, con nosotros.
Pero pronto vino el problema, porque la primera consecuencia lógica, irrefutable, de aquella noche, será que si compartimos lo más grande, lo más sagrado, al mismo Hijo de Dios, ¿cómo no vamos a compartir todo lo demás?
Pero pronto vino el problema, porque la primera consecuencia lógica, irrefutable, de aquella noche, será que si compartimos lo más grande, lo más sagrado, al mismo Hijo de Dios, ¿cómo no vamos a compartir todo lo demás?
Esto no podía
ser. Esto cambiaba el mundo. El orden
social y económico. Los planteamientos políticos. Las actitudes y
comportamientos personales; todos, hasta los más concretos. No, esto no podía
ser.
Y entonces
tiramos y seguimos tirando, sobre aquel hecho, sobre el mensaje claro y simple que emanaba de él, leyes, costumbres, tradiciones, interpretaciones, para que el rico
siguiera siendo rico, el pobre, pobre, el poderoso, poderoso y el débil…machacado.
Es decir, para que en el fondo nada cambiara. Y además, para que si a alguien se
le había ocurrido pensar que aquello, que aquel Hombre, iba a cambiar el mundo, aprendiera a conformarse
con éste tal y como estaba, tal y como está; ya sería feliz en el otro.
Luego, tras aquella
noche llegó la cruz; y después el Domingo de Pascua. Y esa sigue
siendo la esperanza. Por mucha basura que echemos encima de lo que hizo Jesús aquel jueves, está la mañana de
Pascua.
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