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Visto así, sin más, me parece una solemne y peligrosa majadería. |
Hay ciertas palabras que en cuanto las
oigo se disparan en mi todas las alarmas. Gilipollez al canto, me digo. Diálogo
imposible, concluyo. Cambio de tercio. Hablemos del tiempo.
Motivación es una de ellas, y de ella voy
a hablar asumiendo que más de uno puede pensar que cómo es posible que un
profesional de “estas cosas” diga “semejantes atrocidades”, pero es que resulta
que es precisamente por eso, porque llevo muchos años siendo profesional de
“estas cosas”, por lo que digo lo que digo, con conocimiento de causa y por mi
experiencia diaria.
Y empecemos a hablar clarito. Soy
profesional de “trinchera”, no de cuartel general. Y la “guerra” se ve y se
vive de muy distinta forma desde el despacho y la conferencia, que desde el
aula, de muy distinta forma.
Y este es el primer problema. Toda esa
legión de psicólogos y pedagogos de la motivación que, con planteamientos muy
discutibles y a menudo inaplicables, han contaminado a muchos padres y algunos
profesores, creando como consecuencia situaciones muy difíciles en el día a día
del aula y un deterioro progresivo del sistema educativo.
Y el segundo problema, más grave, está
oculto en el primero y hay que sacarlo a luz. No se trata ya de que estos
señores pretendan decir lo que hay que hacer en aula sin haber pisado una en su
vida, como no sea de visita, sino además que el fundamento pedagógico sobre el
que se suelen sustentar sus teorías es a mi juicio falso y sus consecuencias,
devastadoras.
Veamos. A todo “bicho viviente”, tengamos
la edad que tengamos, hay cosas que nos gusta hacer y cosas que no. Y el que
nos guste hacer algo es la mejor de las motivaciones para hacerlo. ¿Cierto?
Pero claro, no hacemos sólo lo que nos
gusta, o al menos no debemos hacer sólo lo que nos gusta, sino otras muchas
cosas que nos gustan menos o incluso que no nos gustan nada, lo que evidentemente nos cuesta mucho. Y esto nos pasa a
todos, niños, jóvenes y adultos. ¿Sí?
Llegados a este punto, sesudas mentes se
lanzaron a la búsqueda de las causas por las que muchos niños y jóvenes se
resistían a hacer lo que no les gustaba y concluyeron que era porque no estaban
motivados, no porque no les gustaba, que era lo obvio. ¿Y quién no les
motivaba? Lógicamente los responsables de tal desaguisado eran los maestros y
profesores que no sabían motivarlos.
Este es, desde mi punto de vista, el
segundo gran error, el más grave, porque implica una visión de la educación muy
“mona”, políticamente muy correcta, pero del todo irreal.
¡Claro!, vino entonces
lo de inventar mil zarandajas para motivar a los alumnos. La motivación era la panacea que la educación necesitaba. Dibujitos, colorines,
pantallitas, dinámicas varias, ser siempre muy simpático e incluso si se
tercia, vestirnos de lagarterana para dar “mates”, o de Caperucita roja para
dar lengua, si eso les motiva.
Y a nadie se le ocurrió pensar eso de que
aunque la mona se vista de seda mona se
queda. Dicho de otro modo, si al nene no le gusta el lenguaje, no le gusta,
por mucho que lo adornemos y rebocemos para que le resulte motivador. La
cuestión es que si no le gusta, peor para él porque no estará motivado. Entrará
en juego entonces eso del esfuerzo y el sentido del deber. “Mira nene, lo has
de hacer, te guste o no, porque debes hacerlo, es tu puñetera obligación.
¿Entiendes chiquitín?”
¿A dónde voy a parar? A que la pedagogía
de la motivación ha acabado de hecho con la pedagogía del esfuerzo y la responsabilidad.
Y a la vista están los resultados.
Y es una lástima porque no son incompatibles.
¡Claro que el “profe” tiene que hacer amena la clase, buscar recursos para
captar la atención de los alumnos, vivir su asignatura (dicen que eso motiva
mucho), conocer la realidad vital del alumno… y más; pero lo importante no es
sólo eso, que lo es. Lo importante es también que el niño, el joven, entienda
que si le gusta la asignatura, el modo de darla del “profe”, genial, estupendo,
mejor para él; pero que si no le gusta, da exactamente lo mismo. El problema lo
tiene él. Esfuerzo y sentido del deber son la solución. En otras palabras:
adonde no llega la motivación ha de llegar la obligación. Y punto.
Una pedagogía de la motivación sin una
pedagogía del esfuerzo y el sentido del deber, (que nos lleva a hacer lo que debemos, nos apetezca o no), es el caldo de cultivo ideal para criar “perros, vagos y
maleantes”. En el equilibrio entre ambas está el éxito.
Para acabar, una última reflexión a
propósito de esto. Y quien quiera y pueda leerla también entre líneas que lo
haga. Cuántas más realidades conozca el niño, cuánto más rico y variado en
estímulos sea su entorno, más “cosas” le gustarán, para más “cosas” estará pues
motivado, menos tendrá que echar mano del “lo he de hacer por que es mi
obligación”.
¡Cuidado con los eucaliptos! Se hacen muy
grandes, pero a su alrededor no crece nada.
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