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Eran otros tiempos, de los que mucho podemos aprender. |
Alguien me ha preguntado, a propósito de la anterior
entrada, que por qué veo todo tan negro en la educación en España. Pues bien,
voy a responder con una metáfora gastronómica.
Imaginemos que ahora que se acerca el fresco y
empiezan a apetecer guisos suculentos, un señor se plantea hacer un puchero
para agasajar el fin de semana a unos amigos.
Los ingredientes del puchero son, entre otros, carne
y huesos de ternera, gallina, espinazo de cerdo, hígados de pollo, pencas,
zanahorias, chirivía, col, nabo…
Pero cuando el susodicho señor le cuenta a su mujer
la idea, ésta le recuerda que uno de los amigos es vegetariano, otro es
musulmán y no come cerdo, otro le tiene un odio mortal a las gallinas desde que
le atacó una en una granja escuela, otro no aguanta las chirivías y las
zanahorias a causa de extraños traumas infantiles, y también hay quien es
alérgico a los nabos…
En fin, que no va a ser posible hacer un puchero,
pero mira por donde, nuestro anfitrión se empeña en hacer puchero, pero dice que lo hará con ingredientes alternativos, y así acaba haciendo una extraño guiso que, desde
luego no es puchero, y que en aras de que les guste a todos, no sabe a nada.
Pero al fin, tras degustarlo, sus amigos dicen que está muy bueno, incluso hay
quien dice que tiene un sabor “minimalista”.
Pues bien. Esto es hoy la educación, al menos en
España, que es la que conozco. No es educación, pues los ingredientes propios
de todo proceso educativo no existen, o existen en mínimas dosis. En su lugar hemos
llenado el puchero con otros ingredientes que muy poco tienen que ver con lo que
es educar. Y como en el fondo vemos que el supuesto puchero, en el mejor de los
casos, no sabe a nada, pues seguimos y seguimos metiendo ingredientes de un
modo frenético, para que adquiera sabor, porque además Europa dice que nuestro puchero sabe mal, muy mal, y claro, algo
habrá que hacer. Y seguimos añadiendo ingredientes al guisopo hasta hacer un brebaje infesto
que, a poco sentido crítico que alguien tenga, le resulta vomitivo.
Burocratización extrema, especialización prematura del profesorado, introducción masiva de nuevas tecnologías que a menudo ahogan
y confunden, aplicación de nuevas metodologías sin conocer cabalmente sus
consecuencias, ratios imposibles, plurilingüismos forzados y excesivos para que nadie sepa al final ni hablar ni escribir bien ninguna lengua, saturación e incoherencia interna del currículo...
Si a esto le añadimos la inestabilidad en el sistema
educativo sujeto a los vaivenes políticos, la escasa confianza de la sociedad
en los docentes, la pérdida de autoridad de éstos, el impacto en los colegios
de los problemas familiares, sociales y económicos que sufren los niños, la manipulación ideológica del tema educativo...
Ni son los ingredientes que toca, ni se guisa en las
condiciones adecuadas, aunque siempre hay quien dice que está muy bueno, y lo dicen con palabras doctas y muchas siglas, y hay quien se lo cree.
Pero ¿cuáles son pues los verdaderos ingredientes de la
educación? ¿Cuáles las condiciones adecuadas para el guiso? No quiero dar “mis”
respuestas a estas preguntas, quizá estén equivocadas. Sólo quiero responder con otras preguntas que nos hagan pensar, y al menos ser críticos y prudentes con esos
ingredientes alternativos, unos impuestos y otros de moda, y poder así filtrar lo bueno y necesario, desechando la chatarra. Y dar también alguna pista para intentar salir del atolladero,
por si a alguien le sirve.
Reflexión, calma, prudencia. Eso es lo primero que nos hace falta. Y después, reencontrar los
ingredientes auténticos que, y ahí va una pista, pienso que estaban más
presentes en aquellas escuelitas unitarias de tantos y tantos pueblos perdidos
en páramos y montañas, que en nuestros actuales centros, por muy “monos” que
sean, y por muchos medios que tengan, si los tienen.
Sí, de verdad pienso que aquello sí que eran pucheros
con todos sus ingredientes, aunque muchas veces no se guisaran en las condiciones adecuadas y les cayera alguna que otra mosca dentro. Ahí deberíamos
volver la vista, al menos de vez en cuando, mirar con humildad, y aprender de
ellos cómo se hace un buen puchero.
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