Hace
ya muchos años, era la década de los 70, iba de monitor con un grupo de
chavales de unos trece o catorce años por los Pirineos. La ruta era tremenda.
Saliendo de Castejón de Sos, pasando por Benasque, por el puerto de la Picada,
por la Artiga de Lin, y por Viella, teníamos que llegar a Conangles por Valarties y
el port de Rius, donde nos esperaban en el campamento base. Allí habían estado
todo el tiempo los pitufos y allí confluíamos los mayores que, en grupos
pequeños, habíamos estado diez días de travesía por el Pirineo. Recuerdo que
fuimos el último grupo en llegar aquella tarde, y lo hicimos en medio de una
tormenta espectacular.
Besos,
abrazos, lágrimas de alegría y esa noche una buena cena y el fuego de
campamento, un fuego de campamento que no había que preparar. Era poner en
común nuestras experiencias. Nunca volví a vivir fuegos de campamento como
aquellos.
Recuerdo
que aquel año mi grupo contó, entre otras muchas aventuras y ante el silencio
expectante de todos y la admiración de los pequeños, la historia del chorizo de
Cregüeña. Y como creo que un Jueves Santo es día adecuado para contarla voy a
hacerlo.
La
noche anterior habíamos llegado a los Baños de Benasque. La excursión del día
era subir al lago de Cregüeña. Una excursión dura pero muy bonita. Sólo 8
kilómetros pero 1220 metros de desnivel.
Subimos
sin novedad pero, cuando estábamos ya arriba, descubrimos que nos habíamos dejado
toda la comida en las tiendas. Y había hambre, así que nos conformamos con
escarbar en la hierba y comer las abundantes raíces de regaliz que hay por
aquellos prados.
Entonces
alguien dio la voz de alarma. Detrás de unas rocas, escondidos, dos de los
chavales estaban comiéndose un chorizo y un mendrugo mugriento, de esos que se pierden por la mochila, que por casualidad
llevaba en la suya uno de ellos. El cabreo y la indignación fueron
generales.
Intervine,
y sin decir nada, les cogí lo poco que les quedaba y lo guardé en la mía. El
ambiente en el grupo había quedado seriamente tocado. Por la tarde volvimos al
valle.
Llegando
a las tiendas se lanzaron a por comida, ¡claro! Entonces les dije que no
tocaran nada y se sentaran en círculo en la hierba. Hubo protestas, pero
obedecieron. Eran buenos chicos.
En
una piedra a modo de mesa puse la biblia, el chorizo y el pan que había
quedado, y sin introducción alguna leí el texto siguiente:
Mientras
comían, Jesús cogió un pan, pronunció la bendición y lo partió; luego lo dio a
sus discípulos diciendo:
-Tomad,
comed; esto es mi cuerpo.
Y
cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias y se la pasó, diciendo:
-Bebed
todos, que esta es mi sangre, la sangre de la alianza que se derrama por todos
para el perdón de los pecados.
Mt.26,26-29.
Después
compartimos lo poco que había quedado. Los dos "espabilaos" pidieron perdón y se sintieron
perdonados, y hasta saltaron algunas lagrimillas de muchos ojos brillantes. Y
entonces sí, entonces sí que ¡por fin! cenamos, pero esa noche en el
restaurante de Los Baños. Ya nadie estaba enfadado. Fue una cena memorable.
¿Verdad
que la historia tiene algo que ver con el Jueves Santo?
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