Así
dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros
sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra
vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que
soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra
tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.» Oráculo del Señor.
Ez.37,12-14.
Esto
decía la primera lectura de la misa de hoy. Es un texto precioso en su forma,
pero no es esto lo importante, lo importante es el mensaje que nos transmite.
Un mensaje que, como en tantas otras ocasiones, es demasiado bonito para ser
verdad.
Creer,
aunque sea muchas veces a duras penas, que hay un Dios que nos sacará de
nuestros sepulcros, que nos infundirá su espíritu y que nos llevará a “nuestra
tierra”, es demasiado. Desborda toda posible expectativa de un futuro mejor,
por bueno que nos lo podamos imaginar.
Un
futuro de libertad plena, porque nuestros sepulcros son todo eso que nos priva
de la libertad, de la paz, de la luz, incluso del sentido de nuestra propia
existencia. Un futuro de vida, pero de vida con mayúsculas, porque su espíritu
es el espíritu de la vida, el espíritu capaz de aniquilar a la muerte para
siempre. Un futuro en una tierra que no podemos ni soñar, una tierra nueva bajo
un cielo nuevo.
Esto
es lo que el profeta Ezequiel nos decía hace ya casi 2.600 años. Yo me apunto a
creerlo de verdad, aunque me cueste. La esperanza en el cumplimiento de tan
extraordinaria promesa, ratificada por la muerte y resurrección de Jesús, da a
la vida un sentido bien diferente al que podemos encontrarle sin esa esperanza.
El
problema, y lo repito, es que es demasiado bonito, y estamos más acostumbrados
a encajar los golpes que a recibir gozosos los regalos. Nos parece más lógico
que todo sea un ancestral invento de la humanidad para defenderse del miedo a
la nada y a vacío, que la promesa cierta de un futuro de vida y alegría en el
seno de Alguien que nos quiere con locura más allá del tiempo y del espacio.
Quizá
sea que tenemos que hacernos como niños para así confiar, desde la “ingenuidad”
y la “inocencia”, en que la promesa se cumplirá, incluso ver que ya se está
cumpliendo a nuestro alrededor.
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