Era
un domingo de verano, cuando Irene y José Ángel se disponían a patrullar en
Sallent de Gállego, tranquilo pueblo pirenaico donde estaban destinados. No lo
hicieron, pues una bomba lapa, adosada al vehículo, acabó con sus vidas. Corría
el año 2000.
Ahora,
el lugar del crimen es una bulliciosa plaza en verano, que en invierno la nieve cubre a menudo de blanco. Y, lo
confieso, no ha habido ni una sola vez de las muchas en las que he estado en
Sallent, en la que no haya recordado a aquellos dos jóvenes guardias civiles.
A veces compartiendo el recuerdo con
quienes me acompañaban, a veces guardándomelo para mí.
Por
eso, cuando estos días vuelven a salir en los medios de comunicación, con mucha
más frecuencia de la deseada y de la deseable, esas siglas de horror y de
muerte, se ha avivado en mí el sentimiento de indignación, de dolor y de rabia
que demasiadas veces compartí con millones de personas.
Y lo
tengo claro. Inmenso respeto a las víctimas y a la gente que las quería y las
sigue queriendo. Memoria permanente de su vida truncada de un modo tan vil y
tan injusto. Y el necesario pero difícil, por el bien de todos, perdón a los
verdugos, que no debe suponer la alteración del recto e íntegro curso de la
justicia.
Ante
esta página negra de nuestra historia no caben componendas, posturitas
políticamente correctas, ambigüedades interesadas. Con la vida humana no se
juega y con libertad tampoco. La vida y la libertad, las dos grandes víctimas,
son sagradas. Por eso no puedo entender otra actitud que la condena absoluta a
aquellos terribles hechos. Por eso me preocupan los políticos que ante ellos se
muestran tibios, y me asustan los que de modo más o menos velado los defienden
o justifican.
Aquellos
dos chavales tenían todo el derecho del mundo a haberse jubilado en paz después de una
vida de trabajo y de servicio. Y no hay más que decir.
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