Hoy,
Día universal del niño, quiero compartir una de las experiencias más
impresionantes que he tenido con mis alumnos. Hace de esto muchos, muchos años,
por eso puedo contarlo sin faltar el respeto a la privacidad de las personas.
Estábamos
trabajando con Platero y yo en
primero de secundaria. Leía yo en clase un capítulo, ellos escuchaban, y
después tenían que hacer un ejercicio sobre el texto leído, algunos de los
cuales compartíamos después.
El
capítulo leído era el perro sarnoso, y hablaba de la muerte innecesaria de un
pobre perro a manos de un guarda. El capítulo es impresionante, perfecto.
Venía,
a veces, flaco y anhelante, a la casa del huerto. El pobre andaba siempre
huido, acostumbrado a los gritos y a las pedreas. Los mismos perros le
enseñaban los colmillos. Y se iba otra vez, en el sol del mediodía, lento y
triste, monte abajo.
Aquella
tarde llegó detrás de Diana. Cuando yo salía, el guarda, que en un arranque de
mal corazón había sacado la escopeta, disparó contra él. No tuve tiempo de
evitarlo. El mísero, con el tiro en las entrañas, giró vertiginosamente un
momento, en un redondo aullido agudo y cayó muerto bajo una acacia.
Platero
miraba al perro fijamente, erguida la cabeza. Diana, temerosa, andaba
escondiéndose de uno en otro. El guarda, arrepentido quizá, daba largas razones
no sabía a quién, indignándose sin poder, queriendo acallar su remordimiento.
Un velo parecía enlutecer el sol; un velo grande, como el velo pequeñito que
nubló el ojo sano del perro asesinado.
Abatidos por el viento del mar, los
eucaliptos lloraban, más recientes cada vez hacia la tormenta, en el hondo
silencio aplastante que la siesta tendía por el campo aún de oro, sobre el
perro muerto.
El
ejercicio, en este capítulo, consistía en describir una situación de maltrato
animal que ellos hubieran conocido. Escribieron todos, después leyeron cinco o seis alumnos. No
había tiempo para más. Al final del libro todos habrían leído la misma cantidad
de veces; eso ya lo controlaba yo.
Uno de
los chavalillos que leyó nos contó más o menos lo que a continuación voy a relatar.
"Tenemos
en casa una perrita", y dijo su nombre. La describió con cariñosos adjetivos y
contó cómo jugaba con ella y lo mucho que la quería. A continuación cambió el tono de la redacción y el
silencio que había en clase, que lo había, se hizo hondo, muy hondo. Dijo algo
así como, “mi padre, a veces, llega borracho a casa y entonces la toma con la
perrita, y le pega, y le da patadas”. El chiquillo, con una serenidad
impresionante, seguía leyendo. El silencio se hizo aún más hondo cuando continuó
así, “un día se puso mi madre delante y le dijo, ya está bien, pégame a mí si
te atreves. Entonces, mi padre, dio media vuelta y se fue. No lo he visto más”. Y acabó.
No se
oía una mosca, y mis alumnos, sin saber muy bien dónde mirar ni qué hacer,
esperaban algo de mí; algo que no se estudia en ningún sitio. El tiempo parecía
parado, y yo me sabía en uno de los momentos cumbres de mi vida, no como
profesor, como maestro.
Aquel
niño, que había mostrado ante sus compañeros y ante mí la herida más honda de
su corazón de once añitos, mantenía la mirada fija en su redacción, envuelto en
el silencio de sus compañeros. No sé si lloraba.
Entonces
le dije con toda el alma, con un nudo en la garganta, gracias, muchas gracias, y pronuncié su nombre con
todo el cariño que pude. Y le di la palabra a otro compañero. Y continuó la
clase.
Nunca
olvidaré aquel momento. Recuerdo perfectamente el aula donde sucedió, y donde
estaba sentado el chaval. Recuerdo el inmenso respeto con el que sus compañeros
acogieron su dolor. Recuerdo la imperiosa necesidad que sentí de estar a la
altura de la situación, no ya en ese momento, sino en el resto del curso, en el
resto de mi vida como profe.
Por
eso hoy quiero rendir homenaje con esta historia a todos los niños que, a lo
largo de los años, han llenado mi vida con la suya, y de un modo muy especial, a
todos los que sé que han sufrido y sufren porque los adultos con los que viven
no están, ni de lejos, a su altura, a la altura de su dignidad.
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