Me
resulta confortable y acogedora esta tarde lluviosa y gris de otoño. Y siento
cómo la misma agua que cae sobre la tierra y los montes cae sobre mí
limpiándome de tanto polvo cogido en el camino. Y no puedo evitar volver una
vez más a ese libro tan querido para mí, tan entrañable, Platero y yo, y
buscar entre sus páginas, mil veces leídas, los ecos suaves del otoño. Y los
encuentro.
Ya el
sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores
madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.
¡Cómo
sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo,
tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.
El
arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegre de la paz, Platero;
y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer,
alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro,
nuestro rápido caminar.
Y me
dejo envolver por ellos, por esos ecos, saboreando cada palabra, viendo con los
ojos del alma, que son con los que mejor se ve, la belleza de la vida, el paso
imparable del tiempo hacia un horizonte de esperanza: “los árboles amarillos,
seguros de verdecer, alumbran a un lado y otro…”
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