El
perrito estaba en su pueblo y andaba suelto por la calle, por una calle de
fiesta, porque este fin de semana había en Artíes un mercadillo medieval.
Quiso
la mala fortuna que se acercara a un perro grande, esbelto, soberbio, que bien
sujeto por su dueño paseaba entre los tenderetes. Fue todo muy rápido, y el
perrito huyó, quejándose, hacia su amo, un chiquillo que se lo llevó al brazo,
suponemos que a su casa.
El
amo del perro grande ni se inmutó, y cuando una niña algo más mayor, posiblemente
la hermana del chiquillo, fue decidida, nerviosa e indignada a decirle que le
había roto una pata, le dijo algo y siguió a la suyo, indiferente, altivo. Haberlo llevado atado, yo lo estaba haciendo
bien, suponemos que fue lo que le dijo. Ni se ha disculpado, ni siquiera se ha disculpado decía la niña, entre
dientes, rabiosa, volviendo a su casa. A ella sí la oímos.
Y ya
está. Tenía razón el amo del perro grande. No había nada que hacer, nadie a
quien acudir. Pero qué razón tan hueca, tan sin alma, tan lejos de la auténtica
justicia.
Nos
quedamos Isabel, la chica de uno de los tenderetes y yo, quizá únicos testigos
de lo acontecido, con la triste certeza de que una vez más el pez grande se
come al chico, y encima, el pez chico, no tuvo ni el pobre consuelo de una
disculpa.
¿Y
sabéis lo que pensé viendo salir del mercadillo a aquel hombre con su perro?
Que aún estaría orgulloso de la hazaña de su chucho.
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