Allí estaba, en su pequeño taller, en Gistaín, con un
amigo. Trabajaba la madera de boj, a la luz suave que entraba por una ventana
orientada al sur, con sus manos y unas herramientas quizá heredadas de su padre
o de su abuelo. Era mayor, muy mayor.
Entré con humildad y respeto, sabiéndome “extranjero”
en aquel lugar dignificado por el trabajo humano, honesto y antiguo.
Me llamó la atención el cucharón que reposaba en un
pequeño expositor y lo compré. Un largo y recio cucharón extraído a mano de un
tronco de boj. Era ideal para remover mis guisos a leña y un buen recuerdo.
Cuando me lo entregó me dijo que era el último que le
quedaba así, y que no sabía si podría hacer más porque “de la manera que estoy,
¿cómo voy a salir al monte a por la madera?” Realmente era muy mayor, se movía
lento y torpe, pero sus manos, a la vista estaba, seguían siendo hábiles.
Y entonces valoré, más todavía de lo que ya valoraba, aquello que tenía en mis manos, y al hombre que me lo vendía. Era él el que
salía a la montaña, buscaba el tronco adecuado, lo cortaba, y en su taller lo
trabajaba hasta convertirlo en lo que él deseaba “quitando lo que sobra”, como
él mismo nos dijo.
Toda una vida “quitando lo que sobra” en aquel rincón
sencillo y humilde, una vida ya muy larga que vivía sus últimos veranos. Sí,
quizá fuera éste el último cucharón que saliera de las manos de aquel hombre, y
eso le dio todavía más valor del que ya tenía por el hecho de ser artesanía en
estado puro. Era también testigo y recuerdo de un mundo que, queramos o no, se acaba.
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